Me miro al espejo, me he quedado ciega. De la cara quedan solo las ojeras. De la carne, los huesos, los besos. En la espalda, llevo unas promesas de cristal que se rompen más deprisa de lo que se prometen. Tengo en la cabeza los miedos abriéndome las heridas y cerrando todas las puertas de casa. Mi sombra se ha escondido entre las únicas esquinas de la habitación que tienen luz para seguir existiendo. Se me está acabando el combustible para seguir en marcha. He perdido el mapa, el timón y aunque miro en todas direcciones, mi brújula no indica el norte. Sus agujas se han clavado en el pecho para encontrarme. Me oigo y tengo el ventrículo izquierdo gritando a todo pulmón que nadie puede verme, nadie querría verme. Veo una niña al otro lado del cristal, que está cansada, que quiere sentirse amada. Me vuelvo a mirar, apenas he dormido, estoy agotada. Será eso.
“Se acerca y suelta otro golpe. Silencio”
Silencio. Llega a casa. Trae entre las manos la vista, la carne, el amor. Se asegura de que lo esté mirando. Los pisa y de una patada salen disparados por la ventana. Silencio. No soy capaz de callar las voces, seguro las habrá escuchado. Se acerca y suelta otro golpe. Silencio. Nadie se ha dado cuenta, y yo percibo, sin embargo, el ruido de un huracán partiendo el mundo. Se vuelve a abrir paso entre los huesos una herida y mientras el espejo ve otro defecto, yo lo miro a él. Se marcha y regresa arrepentido con aguja e hilo. Me sostiene el brazo y empieza a cocer, y aunque niego con lo que me queda de razón, al final mi locura siempre se deja, él lo sabe. Silencio. Me quiere. Silencio. Silencio.
“Solo veo los golpes silenciosos que nadie parecía escuchar sobre mi piel”
Paso las semanas con el silencio retumbando en mis oídos, y los golpes. Me quedo muda y sorda al mes siguiente. Pero siempre me quedo. A ver mi libertad atrapada entre las paredes de una vivienda a la que me gusta llamar hogar. Entro, salgo, entro todos los días por esa puerta, la misma que me retiene presa. La misma que ve, oye y grita mis silencios. Cada vez que intento salir aparece la niña suplicándome a gritos que me quede, y yo recuerdo y siempre me acabo quedando. Maldita niña. Malditos recuerdos. Maldito silencio que me ha hecho invisible. Y cuando me vuelvo a mirar, solo veo los golpes silenciosos que nadie parecía escuchar sobre mi piel.
Esos golpes me acunan por las noches incluso ahora que todo acabó, después de un punto y final en una historia que no debió comenzar. La triste realidad, es que la vecina del sexto, tu compañera de trabajo y otras tantas en los rincones menos esperados sufren golpes silenciosos de los que nadie se da cuenta, a veces, ni siquiera ellas.