Empezaré con un spoiler: tarde. Me di cuenta cuando ya no podía seguir negándomelo. Tuve muchas señales y siempre miraba para otro lado. Pero vayamos al principio.
“Tú juegas a que tienes un marido y que tú cuidas al muñeco”
De pequeña, como supongo que la gran mayoría, vivía completamente inmersa en un mundo de Disney (también conocido como heterocentrista). Todas las pelis, todos los juegos, todos los relatos eran de papás y mamás que tenían hijos. Y cuando te regalan un muñeco bebé para que le cuides, ¿qué haces? Pues no te pones a jugar a que eres una madre soltera que ha acudido a la inseminación artificial o que eres una familia homosexual que ha adoptado. Eso nadie lo ha puesto en el imaginario de una niña de principios de los 90. Tú juegas a que tienes un marido y que tú cuidas al muñeco.
Tampoco es que yo tuviera muchos juguetes normativos. Mis padres intentaban que fueran “neutros” (a principios de los 90 esto significaba que fueran de chicos, porque lo de deconstruir la masculinidad quedaba lejos). Eso sí, cuando por fin consigo que me regalen una Barbie, una que yo admiraba y deseaba, la Barbie Pocahontas… La muñeca llegó con Cocoon, su prometido.
De pronto llega la adolescencia y tus amigas empiezan a echarse novio. O a ligar. Y todas las conversaciones giran en torno a lo que me ha dicho fulanito, el beso que me ha dado menganito… Y yo noto que quiero eso. Quiero esa atención por parte de alguien. Quiero compartir eso con mis amigas. Pero no quiero a nadie en particular. Quiero que me quieran. Y cuando por fin sucede, cuando le gusto a un chico, me entrego a tope. Nos hacemos novios. Objetivo conseguido.
Y a ese novio le sucede otro. Y al siguiente, otro también. Tres relaciones larguísimas con breves descansos entre ellas. Y me planto en los veintiséis años con una depresión post ruptura que me lleva a una crisis existencial en la que ya no sé qué quiero ni por qué lo quiero. Ligo por inercia, por anestesiarme. Y durante meses sigo en esa mecánica de vaivenes hasta que un día voy a una acampada feminista.
En la acampada hay decenas de chicas y todas me parecen dignas de admirar. Tienen tanta fuerza y alegría, tanto ímpetu y empatía… Por alguna u otra razón me parecen todas guapísimas. Y, sobre todo, son diversas. Y eso no es lo que normalmente se muestra de nosotras. Entre ellas me siento un poco nerviosa. Nunca he pertenecido a un grupo así. Un grupo formado por mujeres tan fuertes planeando hacer cosas tan grandes como concienciar a la sociedad. Y me siento ilusionada a la vez que chiquitita.
“Había asumido que me podían gustar las chicas, aunque nunca lo hubiera materializado”
El segundo día que voy, noto que una chica empieza a tontear conmigo. Se interesa repentinamente por mí, me hace ojitos, me toca el brazo… Y pienso lo mismo que todas las anteriores veces que una mujer había ligado conmigo “Vaya, no sabe que no me gustan las chicas”. Pero a medida que la conversación avanza, el pensamiento se transforma y pasa a ser “Vaya, ojalá no me estuvieses tirando fichas tú y lo estuviera haciendo esa chica de ahí”. Primera señal que dejo de ignorar.
Al día siguiente, esa chica que yo deseaba que se me acercase a hablar, a prestarme atención y a tocarme el brazo se sentó a mi lado a cenar. Y yo… Pues fui incapaz de cenar. Y de abrir la boca. Estaba nerviosísima y no sabía explicar muy bien por qué. La chica estaba alabando una crema de verduras y ni siquiera me atrevía a decirle que la había traído yo. En cuanto llegué a casa, la empecé a seguir en Instagram. Y a mirar sus fotos, obviamente. Creo que ahí fue cuando empecé a asumir que podía haber una posibilidad de que me estuviese atrayendo una mujer.
La chica (llamémosla X) y yo empezamos a llevarnos bien. Pero, a mi pesar, X tenía un bollodrama encima como para pensar en ningún otro. Y, aunque esto me podía fastidiar un poco, porque ella me gustaba, había algo que me hacía estar muy contenta: había asumido que me podían gustar las chicas, aunque nunca lo hubiera materializado. Por eso, cuando otra compañera (llamémosla Y) me empezó a hacer ojitos y yo noté que me sentía cómoda con esos ojitos… Me lancé a la piscina sin pensármelo. En una noche rarísima y divertidísima.
“Llegaba el momento de asumir lo que había pasado, lo que yo era, y entré en un bucle de dudas”
Durante años, siempre que pensaba en si me podría enrollar con una chica o no, me decía a mí misma “podríamos besarnos, pero no me veo acostándome con una mujer”. Y esto es algo que he oído a más mujeres. Pero esa noche descubrí que, si no me visualizaba teniendo sexo con una mujer… Es porque nunca antes lo había hecho. Ni había visto hacerlo. Pero, cuando llegó el momento, me pareció lo más natural del mundo. Más que todo lo que había hecho antes. Porque había algo nuevo que hasta ahora no había tenido: igualdad y empatía. No había un rol de nadie sobre nadie. No había exigencias. No había unas necesidades que se pusieran por encima de otras. Y eso fue muy de agradecer.
Tras una serie de bollodramas que me voy a ahorrar (porque para eso ya tenemos “The L Word”), acabé con X. Sí, la chica primigenia, la que me ponía nerviosa. Al principio yo estaba en una nube, pero después del éxtasis inicial, empecé a entrar en un proceso interno bastante confuso. Llegaba el momento de asumir lo que había pasado, lo que yo era, y entré en un bucle de dudas. Empecé a acordarme de compañeras de clase y amigas que yo había “admirado” muchísimo, que me parecían guapas y con las que siempre había querido pasar tiempo y me daba cuenta de que, en realidad, lo que me pasaba en ese momento es que me gustaban. Me preguntaba entonces si era lesbiana. Y, si lo era, si eso significaba que todas mis relaciones anteriores habían sido mentira. Tal vez era bisexual… Pero entonces, ¿por qué me había sentido mejor con X y con Y que con mis exparejas masculinas? La gente me preguntaba (porque la gente hace unas preguntas muy indiscretas) y yo no sabía qué responder. No sabía qué etiqueta ponerme, ni si quería una etiqueta… Y al final me sentía un fraude.
“Tras años de negación y meses de dudas, estaba en paz conmigo misma”
Pero todo eso acabó el día que X salió del armario y me dijo que no era una chica, sino une chique. Que se había dado cuenta de que todo eso que elle sentía por dentro tenía una explicación: era una persona no binaria. Y se me acabaron las tonterías.
Leí entonces la definición actualizada de bisexualidad. Esa que se emplea hoy en día y que reza “atracción sexual y emocional hacia personas de tu género y del resto”. Esa definición incluía a X, a Y y a todas las personas con las que había podido estar y por las que podía haber sentido amor. Y, sobre todo, me representaba a mí. Por fin, tras años de negación y meses de dudas, estaba en paz conmigo misma.
Muy bueno