Para despertar no hace falta abrir los ojos. Pienso en el frío de la Sierra y en lo cómoda que estoy envuelta entre las cobijas. Quisiera quedarme así un momentito más y volver a soñar. Pero, ¿cómo podría? Hoy finalmente nos vamos a conocer.
Me envuelvo en las sábanas y camino hasta la ventana. Puedo sentir el viento helado del alba colarse por la rendija. Levanto la mirada, no hay una sola nube que opaque al cielo de la montaña. El sol empieza ya con su trabajo diario de iluminarlo todo. Va a ser un día precioso.
“El aire es fresco y ligero, y entiendo por qué decidió que este sería su hogar”
Sé exactamente qué ropa usaré hoy, la elegí hace varios días, antes de venir. Me pongo zapatos cómodos, una camiseta blanca de cuello alto, un poncho y un sombrero de chagra. He querido conocerlo desde que tengo memoria, pero hasta mis 25 años no he podido visitarlo. Él vive lejos y no puede abandonar sus tierras. Me subo en un bus un poco destartalado y salgo a su encuentro. El imparable ajetreo del camino de piedra me hubiese molestado cualquier otro día, pero hoy no. Hoy cada detalle parece maravilloso. Los paisajes inigualables del campo y la montaña, tan distintos a los de la ciudad, me hacen sentir en un tiempo anterior al nuestro. El cielo es de un azul profundo, aun sin nubes, y la luz del sol se refleja sobre cada uno de los elementos de la tierra: las flores, los árboles, las hojas, el pasto, todo brilla de colores vibrantes. El aire es fresco y ligero, y entiendo por qué decidió que este sería su hogar. Le pregunto al señor sentado a mi lado si lo conoce. Por supuesto que sí. Todos por aquí lo conocen y le guardan mucho respeto. Es un abuelo sabio, un taita* muy importante.
Mientras el bus avanza con dificultad, empiezo a sentir su espíritu cada vez más cerca. Sé que lo veré muy pronto y lo podré saludar al fin. Sin usar palabras le diré cuánto lo admiro, y él me escuchará. Llegamos a la última parada, me bajo del bus y empiezo a caminar. No tengo que esperar mucho para ver sus canas blancas. Su majestuosa figura nevada se levanta en el medio del páramo, rodeado por decenas de caballos salvajes. Es como un sueño, pero es real. Veo cuatro cóndores volar entre él y yo, vuelan tan alto que apenas se pueden distinguir sus siluetas grises en el cielo. Alguien me dice que es un espectáculo poco inusual ya que quedan muy pocos cóndores en Ecuador. Entiendo enseguida que voy a querer regresar siempre, a mi volcán favorito, Cuello de Luna, Cotopaxi.
“Desearía que se quede así, congelado en el tiempo, un gigante magnífico cubierto con su manto de nieve”
Desearía que todos pudieron verlo, sentirlo. No a Cotopaxi, pero a los océanos, las lagunas, las montañas, el páramo, la selva. Ver la creación de la naturaleza es ver a la vida misma, el Gran Misterio, Dios o como quieras llamarlo, directo a los ojos. Desearía compartirlo con mi familia, mis amigos, algún día tal vez con mis hijos.
Hoy estoy en un conversatorio sobre los páramos y el cambio climático. Un profesor de una universidad muy importante nos dice que los nevados están condenados al deshielo, a desaparecer. No podemos saber con exactitud en cuanto tiempo, pero en Ecuador podrían ser apenas unas décadas. Pienso en Cotopaxi, perderá su nieve para dar paso a la roca. Mis hijos nunca lo verán como yo lo he visto. ¿Se conformarán con las fotos y mis historias? No puedo evitar llorar.
“Vemos a nuestros océanos, infestados de plásticos, morir aceleradamente por la pesca indiscriminada”
Sé que aun sin su manto nevado, Cotopaxi será una presencia imponente. El destino de la naturaleza es aún más incierto. Cada día somos testigos de la devastación de nuestro planeta. Hemos tumbado una ficha de dominó que ha desatado una reacción en cadena. Pareciera que no hay vuelta atrás. Vemos a nuestros océanos, infestados de plásticos, morir aceleradamente por la pesca indiscriminada. Vemos sequías e inundaciones cada vez más mortales. Vemos ciudades enteras amenazadas por el aumento del nivel del mar. Vemos incendios catastróficos como nunca antes en la selva amazónica, África y más recientemente en Australia, donde se estima que ha muerto medio billón de animales. Medio BILLÓN. Aun así parece poco si lo comparamos con los tres billones de animales sacrificados cada día por la industria alimenticia.
“Nuestra generación ha tenido la suerte de presenciar la belleza de este planeta, pero también hemos sufrido ante la impotencia de ver su destrucción”
Pienso en el futuro. Pienso en los hijos que no tendré. Quisiera poder verlos a los ojos y decirles que lo dimos todo para que ellos pudieran ver lo mismo que nosotros. Creo que no hay amor mas grande que ese.
Aun estamos a tiempo de hacer algo, debemos actuar ahora. Por tus hijos, tus nietos, tus sobrinos, los hijos de tus amigos, o simplemente por los niños del mundo, no te des por vencido. No le des la espalda al planeta.
*Taita (del latín tata: ‘padre’): palabra infantil con que se designa al padre, para dirigirse o aludir al padre y a las personas que merecen respeto. Se utiliza en Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador y Honduras.