Una noche de agosto, tumbada en un muro de hormigón, mientras esperaba ver la lluvia de Perseidas; le hablé a las estrellas de ti, les conté cómo imaginaba volver a verte: llevando un vestido rojo de flores, zapatos blancos, cabello suelto, corriendo hacia ti para saltar a tus brazos, abrasarte, besarte y decirte: “bienvenido a casa”.
Les conté que eres un gigante, de cabello largo, barba negra y arete en la oreja; que tus ojos han visto mucho y que aún les queda por ver. Que surcas mares, cielos y tierras como un niño saltando en un charco de agua.
Siguiendo allí tumbada, vi pasar una estrella fugas y rápidamente le pedí: “deseo el amor de un hombre que me ame como yo le amaría a él”; de pronto las estrellas brillaron más o tal vez fueron mis pupilas dilatándose, al imaginar que ese hombre, ¡quizás seas tu!
A las estrellas no les pude contar mucho más, porque solo fue un momento lo que compartimos, intenso, pero solo un momento. No te conozco Gigante, pero siento que quiero acariciarte el alma porque así acariciaría la mía también.
Tal vez en un mes te vuelva o ver o tal vez no; en todo caso, a sido una bonita ilusión hablarle a las estrellas de ti…
