Habían pasado unos cuantos meses desde que él marchó, quizá años… dejé de confiar en el hombre, en su esencia, en su experiencia, en todas esas noches de lujuria desenfrenada. Pero seguía buscándolo, mis sentidos seguían soñando y recordando esos momentos descontrolados, donde nos fundíamos en un alma única, en un solo cuerpo, y donde hablábamos con un solo verbo, ese que tanto nos gustaba. Donde nos emborrachábamos de placer y el fuego era el único elemento que aparecía en nuestros cuerpos fundidos.
Sueños mojados en vino, noches ansiadas de pasión.
Al término del cálido verano, asomaba un otoño apasionado y yo caía en la locura de no cesar de crear en mi mente escenas y fotografías… esos momentos no se borraban de mi cuerpo, esas señales, esa mirada, sus manos aún recorría cada poro de mi piel, su esencia era recordada cada día en mi mente.
Ese magnetismo hizo que esa tarde de otoño él llamara a mi vida de nuevo. Tan sólo me costó unos segundos borrar esa herida de abandono y volver a vivir esa pasión que humedecía todos mis sentidos, seguía despertando en mí ese fuego, esas ganas de beberlo gota a gota, mi deseo era latente.
Lo toqué sin tocarlo, lo besé sin besarlo, me fundí en él sin sentirlo. Lo amé soñando. Lo creé pensándolo. Ahora sabia que íbamos a vivir el deseo y la pasión en su estado más puro. Ahora era nuestro momento.