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“Se reviste de fortaleza y con ánimo se dispone a trabajar”

“Se reviste de fortaleza y con ánimo se dispone a trabajar” Prov. 3:17

Vamos a decirlo de una vez: las mujeres somos fuertes. Todas. Desde muy chicas construimos esa fortaleza y la utilizamos porque no tenemos alternativa. 

Todo empieza cuando, aún siendo niñas, nos llega la primera menstruación, la regla. En algunos casos habrá sido algo esperado, en otros una novedad. Para mí llegó como un susto. Pensé que de tanto saltar, jugar y montar en bicicleta me había lastimado, pero me asusté más cuando me enteré de que en adelante, y por largo tiempo, todos los meses me llegaría una regla dolorosa acompañada de una sensación de tristeza. 

  Con la regla llegaron también las “pequeñas reglas” a cumplir. La primera regla, en mi generación, fue la vergüenza. Nos acostumbraron al tabú. Crecimos practicando el arte del disimulo: que nadie sepa, que no se note y por eso hasta le cambiamos de nombre, le bautizamos de distintas maneras para evitar decir “MENSTRUACION”: “Vino San Andrés” “el doctor Rojas” “Estoy en mis días” “Juana La Colorada”. ¡Qué creatividad! Dicho sea de paso, pues había que disfrazarlo o mantenerlo en silencio, sin importar que fueran varios días al mes con malestares, dolores fuertes y a veces hasta hemorragias. Y luego las vergüenzas por el escurrimiento carmín más allá de nuestra ropa interior que iba dejando estampitas rojas en pupitres, asientos de colectivos, sillas de restaurantes y hasta butacas de cines; en estas últimas, al menos, se agradece la complicidad de la oscuridad de la sala. Eso sin mencionar las dificultades que pasaran las niñas/mujeres que en pobreza extrema no acceden a lo más básico como comprar un paquete de toallas higiénicas, productos que, por demás está decir, deberían ser de acceso gratuito. 

En esos años, que se levantan los cimientos de nuestra gran fortaleza, también hay otra regla que se impone: la maternidad. Hay que ser madres. Las que experimentaron una maternidad “exitosa”, nueve meses de gestación, nueve meses de cambios físicos y cambios emocionales y luego la posibilidad, porque todas corren el riesgo, de la depresión postparto y de eso poco se habla, pero muchas lo padecen y algunas con efectos devastadores. Eso en el caso de que la misión haya sido exitosa, pero ¿y si no?  Y si no, pues estamos las que nos embarcamos en un largo y tedioso proceso de reproducción asistida. Tratamiento sin tiempo en el que de repente la mujer se convierte en experta de lo que, a breves rasgos, incluyen inyecciones de estimulación ovárica, ecografías, supositorios vaginales, pinchazos, frustraciones, angustias, esperanzas y, luego de todo, sacar fuerzas para empezar de cero porque “Juana la Colorada” se aparece y con ello lo desbarata todo. Nos toca empezar de nuevo. Volver, con los brazos morados de pinchazos viejos, con sonrisas de vértices marcados a fuerza de una constancia obligada, a una clínica donde se ha puesto toda la fe, y hay que decirlo, el dinero, para al final darnos cuenta de que no siempre querer es poder. 

En este cuento de la vida real está claro que la fortaleza de la mujer no es solo una cuestión de enfrentamiento, sino de aceptación, lucha y reconocimiento. 

María Fernanda Rodríguez

Escritora ecuatoriana viviendo en Canadá. Escribo sobre lo que me inquieta.

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