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Parte I: Un acto de amor

La cita estaba programada para un viernes a las dos de la tarde. Por un lado, me sentía aliviada de que por fin estaría recibiendo la vacuna que tanto había añorado desde el inicio de la pandemia. Sin embargo, la palabra trombosis asociada al fármaco que se me administraría, se había instalado incómodamente en mis pensamientos.

En mi familia había antecedentes de trombosis, e incluso en alguna ocasión, mi médico de cabecera me negó cierto tipo de anticonceptivo dada mi historia familiar. Además, desde hacía más de un año sufría de una molestia en el costado derecho que se concentraba alrededor de la axila y se expandía a veces hacia mi brazo y dedos. La afección había evolucionado de manera negativa y los síntomas se volvían cada vez más intensos y numerosos. A pesar de todo, seguía sin consultar a un médico y no lo había comentado con nadie, ni siquiera con mi esposo. Sumándose a ese par de razones, había otras menos evidentes, pero que me asaltaban con fuerza de vez en cuando.

Mi mamá murió muy joven, con solo un par de años más de los que tengo en la actualidad. La idea de su muerte nunca ha dejado de ser un fantasma en mi existencia; sin contar que en los últimos dos años he visto partir personas apreciadas y con quienes, entre otras cosas, teníamos en común la edad: la primera perdió su lucha contra el cáncer en plena pandemia y hace algunas semanas una compañera de infancia murió de un infarto fulminante. Todas esas  ideas en conjunto se enredaban en mi cabeza como una bola de nieve descendiendo el Mont Blanc.

Me presenté a la cita con reticencia y aprehensión. Caminé por los pasillos de la farmacia, zigzagueando para evitar cruzar muy de cerca a cualquier otro cliente, hasta llegar al área de entrega de los medicamentos con prescripción, y donde se encontraba un pequeño consultorio. Ideas con tristes desenlaces invadían mi cabeza sin parar. El mismo día por la mañana me sentía como un condenado a muerte camino al paredón. Quizá debí haber esperado por otra opción de vacuna, pero sentía una obligación moral hacia la sociedad de hacerlo lo más pronto posible. Además de que no tenía idea de cuándo, el gobierno de Canadá me daría de nuevo la oportunidad de protegerme si dejaba pasar esa opción. Así que, con el corazón apretado escuché los riesgos que incurría, arremangué mi blusa y esperé el pinchazo de la aguja. Al finalizar se me pidió quedarme en la farmacia por quince minutos, y en los días siguientes, estar alerta a cualquier síntoma fuera de lo común o que durara más allá de dos o tres días.

El fin de semana lo pasé recostada en mi cama, o en el sillón del salón con las reacciones esperadas: un malestar general, poca energía y un ligero dolor de cabeza. Sin embargo, la incomodidad en mi costado derecho, la cual en muchas ocasiones se convertía en un dolor pronunciado, se había extendido hacia el lado izquierdo. La idea del cáncer me rondaba como insecto incómodo en medía noche. 

Después de dos días, los fuertes síntomas gripales desaparecieron, pero la molestia tanto en el costado derecho como en el izquierdo se agudizaba. Para el miércoles, ambos lados me dolían de manera intensa y encontrar una posición cómoda para dormir se estaba convirtiendo en todo un reto. Pasé esa noche buscando la postura que me lastimara menos. Para ese entonces, el dolor ya se paseaba por toda la espalda alta. Esa madrugada, tuve que confesarle a mi marido el padecimiento que me aquejaba y del cual no le había hablado. Pero me guardé las ideas que tenía sobre la trombosis, las cuales conforme pasaban los días se volvían más recurrentes.

La mañana del jueves no fue muy buena. Entre el dolor que seguía bien presente y el cansancio por haber dormido muy poco, me sentía desfallecer por momentos. No obstante, continué con mis actividades con la mayor normalidad que me fue posible, aunque tuve que sentarme con regularidad o recargarme sobre algún mueble para evitar caerme. Mi respiración  se aceleraba cada vez más, como si acabara de correr los cuarenta y dos kilómetros del maratón de Toronto. Ese medio día comí con poco apetito; mi malestar se estaba haciendo mayor. 

A mitad del día, decidí recostarme sobre uno de mis costados, más, al simple contacto del sillón, el dolor en ambos lados se volvía insoportable. Intenté acostarme sobre la espalda, me costaba respirar. Necesitaba descansar, así que me incorporé un poco optando por una posición entre sentada y recostada. El dolor no disminuía y le siguió una fuerte opresión en el pecho. Los latidos de mi corazón también se aceleraron y el aire en mis pulmones se hacía más más escaso. En complemento del cuadro, mis piernas y mis brazos se entumecían. Me levanté y con la respiración entrecortada, le informe a mi marido, quien trabajaba desde casa a causa de la pandemia, sobre mis síntomas. Y finalmente le confesé mis temores sobre la trombosis. 

Terminamos en urgencias, donde pasé los exámenes sanguíneos necesarios para detectar si había indicios de trombosis. Habiendo recibido la vacuna hacía menos de una semana, las probabilidades eran altas. También me hicieron un electrocardiograma para buscar algún problema con mi corazón que pudiera ser el causante de los dolores y la presión tan elevada que llevaba.

Después de esas horas de incertidumbre, salí con la recomendación de visitar a mi médico familiar y con la certeza de que no había problemas con el sistema sanguíneo, ni mi corazón. De regreso a casa, con las ideas más tranquilas me di cuenta de que había sufrido, por primera vez, de un ataque de ansiedad. 

Tania Farias

Soñadora empedernida, escritora de alma y corazón.

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