Los cuentos de hadas siempre acababan con un príncipe que viene a salvar a la princesa, o por qué no decirlo, a solucionarle la vida, de forma que ésta, agradecida, se siente satisfecha con conseguir la atención del amor de su vida sin más aspiración que contemplar para la eternidad sus profundos ojos, azules o verdes, según el cuento.
Esa era la máxima aspiración de una mujer: captar la atención del soltero de oro, conseguir que la mantuviese, para lo que bastaba con que fuera buena y guapa. Cualquier otra cualidad en ella parecía innecesaria.
Gracias a Dios, hemos evolucionado. Los cuentos han evolucionado. Sí, los cuentos. Y ahora somos Wonderwoman y Capitana Marvel, y venimos nada menos que a salvar al mundo.
Así, se nos presenta a la mujer como una heroína capaz de las más grandes proezas, en las que despliega cualidades que antes solo se presumían al hombre: fuerza, inteligencia, valentía… autosuficiencia. Y todo, con tal de demostrar que somos tan válidas como los hombres. O más. Y no digo que lo seamos o no (en ese jardín no me voy a meter) pero la cuestión es, ¿y quién nos salva a nosotras?
El sexo femenino ha pasado de representarse como el débil, complementario del hombre en tareas menores, a mostrarse al mundo como el fuerte. Pero, ¿qué queréis que os diga? Me resulta impostado, forzado. Y por más de esa sobreactuación, nos exigimos lo imposible bajo esa frase que tantas veces he – hemos – usado: “Yo puedo con todo”, de forma que nada por debajo de ese todo es admisible. La casa, la familia, el trabajo… yo, la autosuficiente, puedo con todo. Hasta reventar.
Como reminiscencia de épocas en las que se nos consideraba inferiores, nos creemos en la obligación de dar más, de competir por todo, incluso entre nosotras, para demostrar que somos esas super heroínas. Ese es el cuento que toca esta vez. Pues bien, bienvenidas a la realidad. A mi realidad. Yo no puedo con todo. Y lo mejor es que tampoco tengo que poder, ni quiero.
No soy “wonderwoman” ni pretendo serlo. He llegado a una madurez personal en la que por fin soy consciente de mis limitaciones y de que necesito la ayuda de otras y otros para acompañarme en este camino y disfrutar plenamente de los logros, que voy obteniendo en todos los ámbitos de mi vida, que no es solo el profesional. Porque no quiero renunciar a ninguno de ellos pero, sorpresa, sola no puedo.
Resultaría de necios negar que las tendencias demasiado conservadoras han sido la causa principal de que, durante siglos, el trabajo de la mujer no haya obtenido el reconocimiento debido. Y que, aún hoy, al género femenino le cueste llegar a puestos de relevancia. De otra forma no puede entenderse que la preminente irrupción de nuestro sexo en determinados sectores profesionales, no haya tenido su reflejo en puestos de dirección.
Pongamos como ejemplo el mío, la abogacía. Socias de grandes bufetes somos muy pocas. Tan solo un 16%, pese a que más del 50% de los licenciados en derecho son hoy mujeres. Y en puestos de relevancia institucional, pese a que el porcentaje va aumentando con los años, apenas llegamos al 15%.
No pretendo, por tanto, restar importancia a la influencia que pensamientos arcaicos han tenido indudablemente sobre este lento ascenso de cifras, pero ya demasiado se ha escrito sobre ello. Mi planteamiento es otro: es una suerte de autocrítica, tan necesaria siempre.
¿Cuántas veces me he encontrado con amigas que, contrariamente a sus más íntimos anhelos, se auto frenan en su ascenso profesional o en su deseo de ser madres porque piensan que tienen que elegir entre su carrera o su familia? Se sienten culpables por no dedicar todo su tiempo a una u otra faceta sin reflexionar sobre una clara realidad: que todas esas facetas son una parte de sí mismas. Y que por lo que debemos luchar es por conseguir la normalización, la facilitación de esa dualidad.
Podemos, si esa es nuestra opción, ser madres y esposas, pero también tenemos derecho a sentirnos profesionalmente realizadas sin culparnos por ello. De la misma manera que un hombre tiene el derecho y deber de sentirse esposo y padre, si quiere, y al mismo tiempo, realizado en su trabajo.
Nuestra lucha está en dejar de hablar de diferencias entre sexos reconociendo que ambos nos necesitamos y complementamos para llegar a todo, y que ello no es sinónimo ni de fracaso ni de frustración, sino de humanidad, porque unos y otras caminamos juntos. Así, dejemos de ser nuestras propias villanas y cuidemos de la persona más importante en nuestras vidas dejándola ser lo que quiere ser, todo, pero desde una realidad ajena a cuentos y con los pies en la tierra.
Muy bueno!! La realidad misma. A veces somos nosotras las que nos ponemos la zancadilla.