Cuando observamos la vida como si fuera un todo perdemos objetividad. Es como mirar hacia el horizonte y tratar de ver el final. Es imposible.
Lo mismo nos pasa si pensamos en algo como si fuera “Para siempre”. El para siempre no existe, el todo tampoco. Si quieres ver el todo debes sumar las partes, y ni siquiera eso es suficiente, ya que, según la teoría del conjunto, el todo es más que la suma de las partes.
Digamos entonces que el todo no es una cuestión vivencial, sino una operación matemática.
Cuando hablamos de todo el cuerpo nos referimos a un conjunto de órganos, de músculos y de articulaciones que unen las piezas.
Las pobres marionetas nos demuestran su ausencia de unidad, cuando el titiritero deja de mover los hilos y las abandona desarticuladas dentro de su valija.
Nosotros somos nuestros propios titiriteros, porque cada día a través de la voluntad o el deseo, le damos movimiento a nuestra vida.
Esa es nuestra verdadera libertad; la libertad de movimientos, externos e internos.
Cuando nacemos, aprovechando que llegamos al mundo con el cerebro espaciado, nuestros padres, abuelos, maestros y otros seres cercanos, creen que adentro de nuestro cráneo hay una pizarra en la que pueden escribir o dibujar lo que a ellos se les ocurre o les parece correcto.
Come, bebe, duerme, camina, dale un beso a la tía, di gracias al tío. Y como somos niños no somos libres. No podemos caminar solos, ni alimentarnos, ni atarnos los cordones.
Las luces y sombras confunden nuestra mirada y la distancia de un metro nos parece un kilómetro.
No tenemos opción, por lo tanto, obedecemos.
Así día a día el ejército usurpador va creciendo y atrincherándose en los recovecos de nuestros lóbulos mentales, germinando soldaditos en nuestras neuronas, y confundiendo nuestras ideas.
Cuando llegamos a la adultez, en cada sinapsis neuronal entran y salen químicos y también semillas ortodoxas que se reproducen para continuar reforzando la falsa información que nos dieron al nacer.
Cuando esa información equivocada (y muchas veces malvada) nos desborda, entramos en pánico. Volvemos a sentirnos indefensos como cuando éramos niños y no podíamos alcanzar el tarro de galletas, o la mancha de humedad en el techo se transformaba en un monstruo de mil cabezas.
Nuestra mente trata de luchar contra los miedos, pero los soldados enemigos nos ganan la batalla. Entonces retrocedemos para escondernos bajo la mesa, o nos acurrucamos en un rincón con el pulgar en la boca, regresando a la infancia.
Pero si logramos tomar conciencia de lo sucedido, cuando veamos una mancha en la pared llamaremos a un plomero para que encuentre la pérdida de agua, y si el tarro de galletas está muy alto nos subiremos a una silla para alcanzarlo.
Es verdad que resulta difícil luchar con ese ejército que nos domina el pensamiento, pero tiene una respuesta sencilla: nuestros ojos miran hacia afuera, y como no podemos mirar hacia adentro, la oscuridad nos asusta.
Yo te pregunto, si los ciegos aprenden a caminar sin ver, ¿porque nosotros no habilitamos otros sensores para destruir a nuestro enemigo oculto? Tenemos que aprender a observar hacia adentro con una luz inventada. Un invento es una creación nueva, sin precedentes. Inventemos entonces una lamparilla tan pequeña que nos permita iluminar los laberintos y encontrar el semillero de comandos destructores. Y una vez que los visualicemos, aplastémoslos con nuestro dedo pulgar. El mismo dedito poderoso que calmaba nuestra angustia en la niñez.