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En la vida no hay que tomar nada por seguro

Imagen creada con IA por agencia Swing28.com

No huelo nada. Tuve que ir al baño y rociarme de perfume la mano para comprobar de que no huelo nada.  Me pregunté si también habría perdido el sentido del gusto. Muchas personas que se infectaron con COVID perdieron el sentido del gusto y del olfato. Mi esposo me trajo un pedazo de tarta de manzanas que cocinó nuestra hija, y la que hasta ayer a la noche estaba deliciosa, hoy es sólo un mazacote de harina y azúcar que no sabe a nada. Terrible.

En mi gran sorpresa y confusión, empecé a hacer nota mental de lo que había comido el día anterior, y un esfuerzo aún más grande para recordar, no sólo si le había sentido el gusto, sino también cuál era ese sabor. Sin siquiera pensar demasiado, de repente caí en la cuenta de que nunca había tenido que definir los sabores o los olores. Eran sensaciones naturales, casi obvias, garantizadas, de las cuales nunca me había percatado, hasta este momento.

Un minuto después, ya estaba en estado de pánico total. ¿Qué pasaría si nunca más siento el olor y el sabor de las cosas? Que sería de mí pasar por la vida sin saborear una rica comida familiar, ser capaz de reconocer cada especia en un platillo, para después de disfrutarla, incluir esa información vital en mi extenso repertorio de sabores y replicarla para mis seres más queridos. ¿Cómo pensar en pasar a la posteridad como experta cocinera de empanadas porteñas, sabiendo que las mías tienen ese ingrediente misterioso que las hace únicas si cuando las pruebe ya no podré distinguirlas? Mi mente corría a mil por hora y pude imaginarme lo peor, no poder algún día oler la cabecita y manitos de mis nietos, y poder transportarme con ellos a los olores de mi hija cuando era una beba, y forzar esa serie interminable de recuerdos que explotan en tu memoria, y que te llenan de emociones tiernas y cálidas. 

No poder oler las flores que tanto me alegran el alma, la loción para después de afeitar de mi esposo, el olor de las medialunas cuando camino cerca de una panadería, percatarme el humo de un rico asadito a una cuadra de distancia, o andar por la vida sin saber si huelo bien o no, porque tampoco sabría distinguir el olor a jazmines, o las rosas, o la miel en el jabón que use esa mañana. 

¿Qué sería de mi sin los sentidos que tanto aportan a mi imaginación, vivencias y recuerdos? Estos ya no serían los mismos, eso es seguro. 

Pero más allá de mi propia desgracia, que lo más probable seria pasajera como producto de esta enfermad tan ilógica y actual, toda la situación me llevó a pensar en la gente que vive con una discapacidad. Como es para ellos vivir y crear la inmensa biblioteca de recuerdos, los que nosotros “los enteros” tenemos y podemos fácilmente hilvanar entre miles de ellos, porque los conectamos a través de las sensaciones. ¿Cómo sería pasar por mi existencia efímera sin poder ver los colores de un atardecer, las hojas de los árboles en el otoño, la sonrisa de mi hija, o el arco iris que llevo puesto?  O lo que sería llegar al final de mi vida sin poder escuchar los sonidos más básicos: la voz de mi mama y de mi papa, una hermosa composición musical o la bocina de un auto que me alerta de una inminente desgracia. 

No, no pude. 

He vivido mis días hasta hoy con la certeza de que lo que tengo está garantizado, sin nunca detenerme a pensar en aquellos no tan afortunados. 

He vivido mi vida dando por sentado de que lo que tengo estará siempre allí, que no se va a ir, que no lo voy a perder, sin jamás sin siquiera haberme detenido a considerarlo, siempre tan inmersa en la vorágine de mis días.  

He vivido una existencia asegurando de que mis recuerdos solo se seguirán multiplicando, ya que mi capacidad de alimentarlos no tendría final.

Hasta hoy en que me doy cuenta de que la realidad puedo tomar una vuelta en cualquier esquina, y las cosas como las conocía, podrían terminar. 

Hoy aprendí dos cosas.  La primera, mi respeto por la gente que vive con discapacidades ha crecido exponencialmente. No es pena, es un profundo respeto y admiración. Ellos han aprendido a adaptarse a la realidad que les toca, y a pesar de ella, vivir vidas plenas y ser felices. 

La segunda, no volveré a tomar por seguro nada en esta vida. Los sentidos, mis habilidades y capacidades. Y cada día por las noches le agradeceré a Dios de tener la oportunidad de caminar por esta tierra aprendiendo a vivir una vida hermosa. 

Cualquiera sea mi realidad. 

Pilar Miralles

Argentina viviendo en Canadá. Amante de la cultura nacional y porteña de alma.

1 Comentario
  1. Hermoso… ¡y tan cierto!
    Un cáncer me despertó a la vida efímera y desde ese momento valoro cada segundo que vivo, y pongo en su lugar los dramas que antes ocupaban todo el lugar…
    Hermoso texto…
    Gracias

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