Con los calcetines se hace muy difícil correr por el pasillo. Aprietas los dedos de los pies al suelo buscando sujeción, pero el suave y resbaladizo algodón te traiciona. Así que te vas agarrando a las paredes y al marco de la puerta hasta llegar al baño, tu lugar de destino. Te tambaleas hasta la taza del vater y solo encuentras seguridad sentada sobre ella.
Lo intuyes, lo sabes. No quieres aceptarlo, pero está ahí, lo sabes. Lo evitas, no quieres mirar, pero lo sabes. Resignada, bajas la mirada. Y ahí está, entre tus piernas, un enorme agujero negro en la tela de tus bragas.
“Has caído en su trampa”
Ahora que has mirado, los pinchazos se hacen más agudos. Como si antes no estuvieran dando en el blanco, pero ahora hubieran encontrado su objetivo: tu vientre. Ahora es realidad, esa de la que querías escapar, evitar, ignorar, es la que te ha atrapado y no te piensa soltar. Has caído en su trampa.
Levantas la mirada y la vuelves a bajar, varias veces, no vaya a ser que así desaparezca. A la quinta el agujero desaparece. Pues no, claro que no desaparece, ingenua. Sigue ahí, en tus bragas rosas y destrozadas por la lavadora. Haces uso del papel higiénico y te levantas, muy digna, recolocándote las bragas en la cintura, pero con el miedo hasta las cejas.
Como ya no hay prisa, los calcetines se vuelven menos resbaladizos –qué cabrones, cómo saben–. Vas a recuperar tu posición entre las sábanas, volver al calor de cuando te tienes que levantar, que es el único momento en el que la cama no está helada como por la noche. Pero, oh, sorpresa. Otro agujero. Otro maldito agujero en el colchón. Es grande, como si hubiera empezado siendo pequeño, pero alguien se hubiera sentado encima y lo hubiera esparcido por la sábana. Pasas de la cama, mejor te vistes.
Ropa ancha, cómoda, no quieres que ni un elástico te oprima ni que ninguna tela se adhiera demasiado a tu piel: hoy no quieres que nadie te toque. Piensas que el frescor de la calle y el aire libre te harán sentir bien, te despejarán, y que una coleta mal hecha es la mejor opción para entregar tu nuca al frío del invierno. Te arrepentirás según salgas por la puerta.
Añorando tu hogar, te irás alejando de él. Las manos en los bolsillos, la mirada en la acera y tu mente… Tu mente dándole vueltas a ese puto agujero. ¿Y si no estuviera? Ojalá no estuviera ahí. ¿Y si no tuvieras que volver a verlo, que volver a enfrentarte a él? Ojalá no esté ahí.
La ciudad no está tan mal, al menos te distrae de la sierra mecánica que desgarra tu interior. Al menos así no ves el agujero. Ves a la gente pasar, caminar con un rumbo fijo, una meta, un lugar al que ir a hacer algo concreto. Y tú sin nada de eso. Así que piensas en ellas, en esas personas con rumbo y sin agujero, y envidas sus no huecos y sus vidas. Porque así es más fácil no pensar en el agujero.
El capitalismo ha invadido la ciudad, pero hoy no estás para luchas y te rindes a los escaparates. Ellos también tienen una función, una misión, y ninguna grieta. Puto Zara, ese jersey combina perfectamente con absolutamente toda la ropa que tengo. Pero es de día, hay luz, y tu figura envuelta en chándal se refleja en el cristal. Se te escapa un no me jodas, y no es por el jersey de Amancio, es porque en tu vientre hay otro maldito agujero. Este ha decidido ser original y tomar la forma de un triángulo invertido. Vas por la calle en chándal y con un jodido triángulo invertido en el vientre. Qué ridícula, qué vergüenza, qué van a pensar de ti. Ojalá no estuviera ahí.
Da igual cuántos días, cuántos meses y cuántos años pasen. El agujero no se ha ido, ni se va a ir. Has pasado tanto tiempo preocupada, deseando que se fuera, que no te has molestado en invertir ni un segundo de tu vida en averiguar qué es y por qué está ahí. Te has engañado pensando que eras la única que lo llevaba a cuestas. Te has fijado tanto en los no-huecos de los demás que has abandonado tu agujero. Lo has ignorado, evitado, has girado la cabeza para hacerlo invisible, lo has maltratado. Te has maltratado.
Y lo sabes, como todas las veces que, sentada en ese váter, sabías que si bajabas la mirada a tus bragas rosas estaría ahí, esperándote, contemplándote, juzgándote. Sabes que te malquieres, que no quieres ese agujero en tu vida. También sabes que jamás se irá, que te pertenece, que es parte de ti.
Cuando al sentarte, un día más, en esa fría taza, y en lugar de apartarla, bajas la mirada, esperando ver ese agujero, te das cuenta de que no es negro. Es, y siempre ha sido, solo sangre.