Entré al consultorio con los nervios consabidos. Antes de pasar me advirtieron que debía apagar el celular. “Sí, claro” dije y lo hice. Cuando leí en la pantalla Turning off guardé mi móvil en el bolso y entonces algo comenzó a molestarme, algo me incomodaba, algo me hacía falta.
Cindy, la persona que realizaría mi higiene bucal, era una señora muy simpática con quien sentí conexión desde la primera mirada: una de esas cosas que se sienten, pero no se explican.
—Yo te voy a atender. Haré la limpieza y luego la doctora White vendrá para la revisión.
—Claro —asentí. Me pidió que dejara en el closet mi chaqueta y mi bolso, donde se encontraba mi teléfono. Así lo hice; sin mucho agrado, por supuesto. Una vez en el sofá de las torturas, como suelo llamar a esa silla reclinable, recordé que había olvidado llamar a mi madre; había olvidado comentarle que vendría a mi cita con el dentista.
Desde el día que me casé y me fui de su lado, me prometí que siempre estaría pendiente de ella, que nuestras llamadas seguirán siendo diarias y que nunca, nunca, le provocaría preocupación, que ella siempre estaría al tanto de todas y cada una de mis actividades; de eso ya hace quince años. He cumplido mi promesa, incluso en los viajes internacionales que realizo con mi esposo la llamo continuamente: “Ya va a despegar el avión, acabamos de arribar, estamos camino al hotel, regresamos de cenar, me voy a dormir, etc”.
El día de la cita con la dentista, yo estaba allí, sentada en la silla de las torturas, lejos de mi celular, lejos, muy lejos de un mensaje: “te llamo luego, estoy en el dentista, estoy bien, no te vayas a preocupar si es que no te contesto, etc.” Esperé, muy ansiosa, a que Cindy comenzara con su trabajo y pensé en que tan pronto terminara la limpieza de mis dientes, tendría que llamar a mi madre.
Cindy preparó sus instrumentos con la rapidez de una tortuga. Me colocó un papel azulado a manera de babero y prendió el televisor. Las imágenes eran maravillosas: paisajes hermosos, mares infinitos de azules increíbles, montañas altísimas, nubes, animales. La majestuosidad de la naturaleza estaba ante mí a través de una pantalla con música relajante de fondo, pero era en vano el intento por calmar mis nervios que esa vez no solo le correspondía a ese temido lugar, sino también al hecho de no haber realizado la llamada; si no le digo donde estoy o peor aún si no contesto sus llamadas, entonces ella comienza a preocuparse. Llama insistentemente y si no hay respuesta, entonces llama a mi marido. La última vez le llamó interrumpiendo una reunión muy importante. Había llamado repetidas veces, no solo a su teléfono personal sino al de su trabajo.
Finalmente cuando Cindy comenzó con su trabajo lo hacía tan despacio, con tanta delicadeza que aunque agradecí no fue suficiente para calmar mi impaciencia.
Sacó sus dedos de mi boca y me preguntó:
—¿Cuéntame tus hábitos de higiene bucal?
—Me lavo los dientes tres veces al día, después de cada comida. Uso hilo dental y enjuague bucal. Nada más —dije, pensando que eso era lo que todo el mundo respondería.
Desde que era una niña es lo que mi madre me ha enseñado, y además en la escuela siempre me recalcaban que debía tener mucho cuidado con mis dientes.
Pensé que la pregunta de Cindy estaba de sobra. Me miró y continuó con su trabajo y apenas la escuché murmurar: “Dime cómo cuidas tus dientes y te diré quién eres.”
Luego de un rato me dijo:
—Mira, niña, tú eres una de esas personas que por querer hacer las cosas bien, las haces mal.
Me sentí confundida con su enunciado. Me explicó que el cepillado excesivo desgasta las encías y el esmalte dental; lamentablemente eso es irreversible. Me aconsejó lavarme los dientes dos veces al día, nada más.
—No lo hagas tres veces y tampoco cepilles durante largo rato tus dientes. Estás perdiendo el esmalte y eso no es bueno.
Cuando terminó de realizar la limpieza, pedí unos minutos antes de continuar; tenía diez llamadas pérdidas y un mensaje en whatsapp: las diez llamadas eran de mamá y el mensaje de mi esposo que decía “tu madre está desesperada” en ese momento las palabras de Cindy me revoloteaban en la mente: “eres una de esas personas que por querer hacer las cosas bien, las haces mal”.