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Derecho a la muerte

Hubo muy pocas situaciones en mi vida que me llevaron al borde de lo emocionalmente tolerable. Aceptable incluso. 

Mi capacidad de raciocinio me permite entender que la vida es un proceso, y que ninguno de los seres vivos duramos para siempre.

Pero muy a pesar de las explicaciones convencionales, las palabras de aliento, fortaleza y empatía que todos regalan, las que incluso yo misma he entregado en más de una oportunidad, nada te prepara para ver a un ser amado transitar por ese momento de la vida, en el que te pesa demasiado en el corazón, incluso verlo respirar. Verlo ‘estar’, verlo andar con dificultad, verlo comer, aunque no tenga ganas, sólo porque sabe que te desesperas y harías lo que sea para que se sienta mejor. Ver como se te acerca, se acomoda y deja que las horas pasen en quietud y silencio, feliz de sentir el contacto con tu cuerpo, porque ya no tiene fuerzas para nada más. 

La semana pasada tuvimos, con mi esposo, que tomar la decisión más difícil que jamás habíamos tomado. Decidir sobre el destino de un miembro de la familia. Decidir entre la vida-sin vida y la muerte ‘sin dolor’ de nuestro adorado mejor amigo: ‘Rambo’. 

El mismo que, como una pelota de pelos oscuros, había llegado conscientemente a nuestras vidas hace más de trece años. El mismo con el que compartimos caminatas a la escuela de nuestra hija, el mismo que se comía su propia caca y después la vomitaba, el mismo que espantaba a cuanto animal se atrevía a pasar por nuestro patio trasero, el mismo que enfrentaba con sus ladridos a los perros más grandes del barrio sin importarle que su tamaño ínfimo no los asustaba, el mismo que amaba las caminatas a la plaza y al que había que arrastrar de regreso por que una hora en la plaza siempre fue poco, el mismo que daba cualquier cosa por comer lo que fuera que comiesen los humanos de su familia, el mismo que se acostaba con una serenidad extrema al lado del que más lo necesitaba, en la salud y en la enfermedad dicen, el mismo que fue el mejor de la casa en todo sentido, el mismo al que dejábamos por horas en solitud para ocuparnos de nuestros asuntos humanos, no sin antes asegurarle que iban a ser sólo ‘five minutes’ (cinco minutos), el mismo que siempre estaba feliz a nuestro regreso, el mismo que sólo se sentía completo cuando los cuatro estábamos juntos, el mismo que me despertaba por las mañanas con sus lengüetazos, y cuando el peso del tiempo le robó casi todas las habilidades a su diminuto cuerpecito, sólo atinaba a tumbarse en los acolchados de la cama y levantar la patita para que le rasque la panza, el mismo que con sus ojos negros nos miraba y nos hablaba con el más profundo de los amores. Ese mismo, chiquito nuestro, el que las enfermedades fueron gastando poco a poco, hasta que la pena y el dolor fueron mayores que la alegría. 

Ver a alguien que se ama, con la intensidad con la que amo a mi perro, llegar al final de su camino, enfermo, débil, a veces triste por la tristeza que pudo ver en mis ojos, me llevó a pensar en mi propia fragilidad humana. 

Sin mucho esfuerzo pude recordar a mi madre, la que, al final de su batalla contra el cáncer, agotó toda lagrima en los que nos quedábamos, y la que, en sus últimos días, ya había perdido toda dignidad, toda vergüenza, todas las fuerzas para seguir peleándola. Y se terminó yendo de este mundo enojada con la vida y con la muerte. 

Un gran dolor me estrujó el corazón en medio de tanto y me obligó a poner una mirada introspectiva a mis sentimientos y emociones con respecto a la vida y a la muerte. Pasé muchos días evaluándolos y tratando de definirlos. Tratando de encontrar la palabra exacta que me diera la más mínima sensación de paz.

Me ví a mí misma en un futuro, envejecida, tal vez dependiendo de mi esposo, el que también estará añoso, o tal vez de nuestra única hija. Me ví siendo esa ‘carga’ que, aunque para los queridos es siempre liviana, es aún una carga. Una carga financiera y emocional. Y es lo último que quisiera ser para ellos. 

De las cientos de cosas que aprendí en el proceso de despedida con mi madre y mi perrito, una es que la muerte es la fase final de la vida. Aprendí que, a diferencia de nuestras mascotas, para los que la aceptación de la muerte es un proceso natural, para nosotros los humanos la muerte es ‘contra natura’ o simplemente considerada un castigo.

También aprendí que la muerte es comercializable, como todo en este mundo, nada es gratis. Desde pagar por la inyección, los servicios médicos, pagarle a la compañía que crema los restos, pagar por la urna, la placa, los certificados. Pagar por cada detalle efímero cuando sólo estás sostenida por la gracia de una entereza irreal.

¿Qué haría yo si me encuentro vencida por una enfermedad, y soy plenamente consciente de las penas que ocasiono a mi familia? ¿Tendría el coraje de tomar la decisión de planear mi partida de este mundo? ¿Podría incluso pedirlo? ¿Sería legal? ¿Ético? 

Yo vivo en Canadá, donde la eutanasia humana es legal, y puede ser requerida pero sólo para enfermos terminales en donde ya no existe tratamiento, o de existir alguno, no mejoraría la vida de la persona. Sé que este tema produce grandes conflictos entre la ética, la ciencia y la religión. Cada cual tiene su lado de la historia. Y lo respeto.

Pero llegado el momento, ¿tendría yo la fortaleza para decidir terminar con el dolor físico, emocional y dejar a mi familia de una vez y para siempre, sabiendo que me fuí de este mundo con los asuntos arreglados, todo planeado para evitarles las decisiones cuando más les pesa el dolor de la despedida, y que, finalmente, estoy en paz? 

Muy probablemente. Ya que ahora entiendo a la muerte como un acto de generosidad, de amor y de coraje. 

Una muerte digna es también un derecho.

Rambo fue fuerte, y fue muy paciente. Y al llegar la hora, lo abrazamos entre nuestras manos, y le susurramos las gracias infinitas por habernos regalado tantos años de felicidad, alegrías y recuerdos imborrables. Le dimos las gracias también por habernos enseñado a ser mejores cada día, le prometimos que desde ese día en adelante viviríamos siguiendo sus enseñanzas, y luego de llenarlo de besos y desearle un buen viaje a través del puente del arco iris, le aseguramos: ‘five minutes’. ‘Only five minutes’.

Pilar Miralles

Argentina viviendo en Canadá. Amante de la cultura nacional y porteña de alma.

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