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¿Cuál es el secreto de una relación duradera?

Recientemente una pareja de amigos muy queridos cumplió treinta y cinco años de matrimonio. Treinta y cinco años de momentos compartidos, de retos vencidos; quizás de peleas y de largas conversaciones. Para celebrar este momento decidieron renovar sus votos de matrimonio en una muy íntima ceremonia de la cual fui participe a través de las imágenes que compartieron. A través de ellas fui testigo de la emoción que emanaba de sus miradas en el momento en que decían de nuevo un sí para continuar juntos esta aventura del matrimonio. Cuando les pregunté sobre su secreto para un matrimonio duradero, su respuesta fue simple: comunicación y concesiones.

Una pareja está conformada por dos seres diferentes, con necesidades distintas y con gustos a veces similares y, a veces, no. Tomando en cuenta lo anterior, ¿cómo llegar juntos a ese terreno de entendimiento? En especial cuando la pasión de los primeros años de relación se apaciguó y esa necesidad de agradar al otro que alguna vez fue imperativa dejó de serla. Es allí, en esa siguiente etapa de una relación, donde entra en juego, con mucha más relevancia, la respuesta de mis amigos. El hacer concesiones es algo que se dice fácil, que a veces se lanza con ligereza. Sin embargo, lograr hacerlas requiere un esfuerzo mayor, acompañado de mucha madurez pues no hay que olvidar que cualquier concesión que se haga tendrá un efecto en uno mismo; a veces no tan positivo como se desearía. Elegir las concesiones que podemos aceptar en nuestra relación de pareja es todo un arte. Y ahí está todo el meollo, o la complicación de la situación.

Pero, ¿qué sucede con aquellas concesiones que quizás no hubiéramos querido aceptar pero que, como nuestra pareja también tiene una decisión y voluntad propia, nos deja frente a los hechos con dos opciones: aceptar y conceder, o pelear y quizás terminar con un problema mucho más grave?

No tengo una receta mágica que pueda servir para elegir el tipo de concesiones que somos capaces de conceder, pero me he dado cuenta, en todo caso en mi relación, de que lo que más me ayuda es relativizar cualquier situación. Por supuesto, hay cosas que jamás podría aceptar, y que ninguna ley de la relatividad haría una diferencia. Pero hay muchas otras, de menor calibre, que pueden entrar con facilidad en este terreno. 

Uno de los pasatiempos de mi marido es hacer senderismo, el cual, practicábamos regularmente como familia a muy bajo nivel, es más, ni siquiera estoy segura de que nuestras caminatas de fin de semana por los numerosos parques nacionales y regionales del país donde vivíamos pudieran ser consideradas como senderismo. Recientemente, la oportunidad se le presentó y se integró a un grupo que realiza salidas con cierta regularidad en domingos. La idea de que mi marido se vaya todo el día, desde el alba hasta el anochecer, no es una idea que me emocione. Los fines de semana, en especial los domingos, son para mí, días familiares. Y es en situaciones como esta, cuando estoy a punto de enojarme y de pelear, en las que relativizando logró encontrar un equilibrio y concederle ese gusto sin más reclamos. Por un lado, está el hecho de que mi marido es una persona que trabaja mucho, pero que a pesar de eso casi siempre está presente en la vida familiar. Por el otro, al menos su pasatiempo no es algo que se repita cada fin de semana, sin concedernos un momento a nosotros. Y relativizo sobre todo con mi propia experiencia al crecer, en el que la afición de mi padre se imponía a nosotros, nos gustara o no.

Crecí en un  hogar donde los fines de semana estaban contaminados por el fútbol. Antes de que griten aquellos fans de este deporte de pelota, permítanme explicarme. Los sábados, mi papá salía en algún momento de casa, en dirección al pequeño “estadio” del pueblo en el que vivíamos. Allí pasaba todo el día viendo un partido tras otro. Aunque en realidad esto lo supongo, pues nunca lo acompañé y por lo tanto, no podría dar un testimonio verídico de los hechos. Lo único que sé es que él regresaba tarde, casi por la noche, con muchas copas de más. Esas borracheras eran semanales y no dejaron un recuerdo grato en mi memoria. Los domingos, por su parte, eran para ver por televisión todos y cada uno de los partidos que se jugaban ese día, seguidos de los programas de comentarios que se alargaban hasta entrada la noche. Por mucho tiempo, en casa solo hubo un televisor. Durante mi adolescencia, mi papá puso un punto final a las borracheras. Para mi fortuna, jamás lo volví a ver ebrio, mas el fútbol nunca salió de su vida. Sábados y domingos estaban dedicados a esa actividad. Incluso, el momento en que murió, él miraba un partido de su equipo favorito, el cual para su mayor dicha acababa de marcar un gol. Con tal exposición a este deporte, en lugar de lograr amor de mi parte, logró un verdadero rechazo.

Ahora como adulta puedo participar del entusiasmo de ver jugar al equipo nacional durante una copa del mundo, pero es más una cuestión de nacionalismo que nace en mí que amor por el fútbol.

Por supuesto, mi marido no es un fan de ese deporte, y de ninguno en particular; no pasa sus fines de semana frente al televisor viendo partidos, ni de borrachera con sus amigos. A él le gusta el senderismo y el aire libre. Cierto, un domingo quizás, por mes, no estará con nosotros y eso me desagrada, pero relativizando, puedo bien concederle un día de disfrutar a su modo sin que eso cause un conflicto en nuestras relación. 

Tania Farias

Soñadora empedernida, escritora de alma y corazón.

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