“Quedate ahí sentada hasta que encuentre algo con que pegarte”, le dijo la mujer a su hija a los gritos en medio de lo que se había convertido en una escena demencial. ¿Por qué había comenzado? Lo más probable que por algo que no valía semejante reacción. Como siempre.
La hija, con sus dieciocho años, ya tenia el tamaño suficiente como para defenderse. Pero no lo hizo. Había aprendido que, llevarle la contra, resistirse, o intentar escapar, traería hacia ella una pena aún mayor.
Desde pequeña vio como su madre encolerizada, molía “literalmente” a golpes a su hermana mayor, la que nunca aprendió la lección de no resistir, no escapar, y mucho menos, no contestarle a la madre ‘cuando estaba sacada’.
Ese “estado”. Tan terrible, tan peligroso, tan triste. No sé si alguna vez alguien se lo preguntó, o si ella misma habría llegado a la terrible conclusión de que algo no estaba bien ahí ‘adentro’. Tal vez era un síntoma de la época. Y nadie hablaba de lo que no había que hablar.
Sus hijas, acostumbradas a los rebencazos (sí, azotes con un ‘rebenque’, leyó bien estimado lector, ese mismo artefacto, el que normalmente se usa en el campo para ‘animar’ a los caballos a que ‘anden’), a los perchazos (las de metal recubiertas en plástico eran las preferidas), a los típicos chancletazos, y al peor de todos, los cinturonazos, (los que, dependiendo del humor de la madre, podrían venir del lado del cuero, o del lado de la hebilla), ya estaban anestesiadas.
Pero lo más violento eran las constantes vejaciones verbales, la falta consistente de aprobación, un desinterés real o imaginado por lo más básico que un niño puede necesitar, las caricias, las palabras de consuelo o el simple tiempo de juegos compartidos, una sonrisa, o incluso una lágrima que demuestre que esa mujer que se suponía ser el modelo a seguir, era humana.
Cuando la niña crece con ese nivel de maltrato y abandono físico y emocional como rutina familiar, es natural que perciba al mundo como un lugar de mierda, y una de dos, opta por agachar la cabeza y callarse la boca, y volverse invisible, o si no puede, asegurarse de no ocupar demasiado espacio, o de consumir demasiado oxígeno, por las dudas algún individuo en una posición superior note que existe, se moleste por los excesos cometidos, y la hiera justo allí, donde más le duela. O se vuelve una asesina serial.
Esa niña una vez adolescente, seguramente hará un esfuerzo aún mas grande para conseguir la gracia del resto del planeta, hacer ‘concesiones’ físicas y emocionales, para que una sonrisa finalmente se encuentre con su mirada. Y si le falla la estrategia, lo más probable es que ya haya probado las drogas, y esté al borde de la sobredosis en alguna cama indiferente.
Ahora ya llegó a la adultez, y si la fortuna estuvo de su lado alguna vez, logró que la amen por lo realmente vale, aunque ni ella se ha enterado de eso, y de seguro tendrá una bebé en su haber. Pero como dice el dicho: “lo que se hereda, no se roba”, allí tenemos a esa niña-ahora-madre, repitiendo los errores ‘tatuados’ en su ADN con su propia descendencia.
Pero una mañana cualquiera, la niña mujer no le queda más remedio que enfrentar los demonios que la persiguen por las noches, y después de muchos años de trabajo en su persona, sostenida sólo por la fuerza del amor profundo de su esposo y de su propia niña, y logra entender que la vida no es una batalla constante, que las cosas lindas son siempre las mas simples, y que el amor y la amistad son verdaderas y profundas emociones cuando se las siente con el corazón.
Pero no todas lo logran.
Mujeres con dolor en el alma, con cicatrices profundas que no son visibles al ojo, solas en la vida peleándola, con los dramas de muchas y de pocas, con hijos, trabajo, maridos abandonicos o presentes-invisibles, abusadas por sus propios padres o algún desconocido. Todas pueden convertirse en ese Dragon que aterroriza a sus propios hijos por las noches. Sin quererlo…
Cuando mi madre estaba en los últimos días de su vida, le dije que la había comprendido, que la amaba por haberlo intentado, que le estaba agradecida por la vida y los sacrificios, como cuando la había visto irse a dormir sin comer porque no había suficiente para las tres. Por los zapatos nuevos que me compro una vez para mi cumpleaños con la plata de las compras, y que, aunque nunca le dije nada, la vi después preocupada por los gastos. Le dije que me dolieron sus maneras, sus golpes y sus silencios, pero que la quería y que la había perdonado, y que siempre llevaría conmigo esos pequeños retazos de recuerdos que rescato de mi infancia.
Ahora estoy en paz.