¿Qué vamos a hacer cuando reiniciemos nuestras vidas, cuando la crisis del COVID-19 pase y nos volvamos a ver las caras? ¿Trataremos de cambiar nuestras formas cuando lleguen los abrazos, las cervezas y las esperadas reuniones entre amigos y familiares, o permanecerá todo igual? ¿Seguiremos votando a los mismos que han vaciado la sanidad pública a sabiendas de lo que esto significaba? ¿Volveremos a comprar productos a todas esas multinacionales que, lejos de ser la panacea, han puesto la vida de sus trabajadores en peligro para que a ti te llegue un par de leggins fabricados en Bangladesh con el mundo en cuarentena? ¿Continuaremos celebrando el poder comprar billetes a Londres por 50 euros cuando al tripulante de cabina que te lleva allí se le ha despedido en mitad de la crisis, dejando a su familia en cueros?¿Conseguiremos despertar de este sueño cartesiano, que trata de convencernos de una realidad en la que prima el valor e importancia de las cosas y no de las personas?
“La salud y seguridad del ciudadano de a pie importa lo mismo en EE.UU. que en España o Italia, es decir, en tanto en cuanto sus necesidades no afecten negativamente a la economía”
La vida da muchas vueltas, pero ésta parece que nos ha pillado desprevenidos y no me refiero solamente a la gravedad del virus. Boomers, Gen X, Millenials, Gen Z…muchos llevamos años bebiendo de la fuente que abrió el capitalismo globalizado, sin preguntarnos de dónde viene su adictivo elixir, e incluso hemos llegado a pensar que si lo acompañábamos de activismo social y buenas intenciones éste aprendería a cuidarnos, a velar por nuestros mejores intereses.
Empecemos por recrear los pasos que nos han llevado a esta tremebunda situación. Miles de empresas se han declarado abanderadas de la Responsabilidad Social Corporativa, concepto acuñado en 1953 por Howard R. Bowen, economista americano que apelaba a la responsabilidad social de las corporaciones, más allá de la producción de bienes y servicios, para así devolverle a la sociedad parte de lo que ésta les había facilitado.
“El COVID-19 nos ha demostrado, por si cabía duda alguna, que los sectores más vulnerables de la población lo son a propósito”
La RSC tenía el potencial de hacer mucho bien. “El sector privado es más transparente”, “las empresas tienen más y mejores medios para corregir desigualdades” …éstas y otras expresiones “hechas” han convertido a la RSC, desde entonces, en la mayor ficción del siglo XXI (y en un traje a medida para el capitalismo desbocado). Y digo ficción porque desde enero de 2020 lo que se venía viendo ha quedado más que claro a nivel mundial: La salud y seguridad del ciudadano de a pie importa lo mismo en EE.UU. que en España o Italia, es decir, en tanto en cuanto sus necesidades no afecten negativamente a la economía. La rueda de hámster no para por nadie y los pantalones de fibra reciclada del H&M no deben de convencerte de lo contrario.
Da igual el índice de mortalidad, el pánico de la ciudadanía, la falta de soluciones. El COVID-19 nos ha demostrado, por si cabía duda alguna, que los sectores más vulnerables de la población lo son a propósito, con intención y negligencia por parte tanto de nuestros representantes políticos, como del sector privado (que gasta millones en prepararte el Black Friday, pero no es capaz de acomodar la infraestructura de sus fábricas durante una semana para producir ventiladores médicos – y no, la filantropía no es suficiente). Y si este hecho estremece parémonos a pensar en toda esa “clase media” que ha descubierto, por sorpresa y a destiempo, su retrasada posición en la cadena alimenticia.
“Yayos y yaya que han contribuido durante una vida a nutrir un sistema que ahora sólo puede dejarles morir solos en un pasillo porque no hay recursos”
Hace unos días, a mi familia le tocó el turno. Mi abuela paterna falleció con positivo en COVID-19 y no se supo mucho más. Ni un adiós, ni tanatorio, ni funeral. La tristeza fue la primera emoción que hizo acto de presencia. Esperable. Lo que me vino después, sin embargo, fue una sensación de furia desenfrenada y una necesidad de llegar al fondo del asunto que imagino compartiremos muchos en estos momentos.
Parecerá que el mundo se ha detenido con la cuarentena, pero creedme cuando os digo que no hay tiempo que perder. He trabajado en el sector humanitario durante varios años y he visto lo mezquinos y egoístas que podemos llegar a ser, y aún así os reconozco: Si me dicen hace un año que el valor de la vida humana está tan estrechamente sujeto a cuotas de productividad – en países que se pavonean de ser “occidentales, democráticos y desarrollados” – quizás habría respondido con un chascarrillo sarcástico culpando a los Boomers y a su negacionismo climático. Me hubiese parecido como si una afirmación de ese calibre pudiese solamente ser el reflejo de un pasado muy distante, el de la vida antaña de nuestros mayores, de esos que han trabajado bajo la lluvia y el granizo, real y figurado; de esos jubilados, yayos y yayas; de los que han contribuido durante una vida a nutrir un sistema que ahora sólo puede dejarles morir solos en un pasillo porque no hay recursos y que, con el mismo toque de varita, manda a sus hijxs y nietxs a enfermar o peor, a morir (por 10 euros la hora).
2020, Ladies and Gentlemen. El COVID-19 le está quitando la vida a muchos, pero debería quitarnos la venda de los ojos a todos.