Me sorprenden constantemente las salidas inesperadas de la especie, pues en general nuestro egoísmo es pasable. Tolerable y tan flaco ante nuestros ojos que a penas lo distinguimos. Es más, raramente se dice lo de hacer la vista gorda de tan acostumbrados que estamos a emplearlo y al mismo tiempo a exculparnos de su uso cuando se nos recrimina.
Pero, qué alimentará con tanta maña a ese egoísmo que no nos deja ser ni deja que los demás sean. De dónde saldrá ese germen indomable, perceptible a penas, que nos hace ver en el resto solo lo malo y criticable. Por qué volcamos en aquellos que más nos quieren y tantas terceras oportunidades nos conceden si la teoría da la confianza por buena. Por qué nos empeñamos en mostrarnos como no somos y en hundir a los demás para salir nosotros a flote sin llamar al escrúpulo o la culpa por haber sido vagos egoístas. Ególatras en celo de burla y menosprecio hacia el resto; derramamos perfección que no permite error alguno y nos mecemos todo el día desde la cuna de la altivez hasta dar con un cansancio que nos quema después de tanto mirar el ombligo del de al lado. Y qué habremos sido antes de eso sino tristes monos condescendientes.
“Somos verdadera y necesariamente culpables por el mero hecho de eximirnos de culpa incluso a sabiendas de lo muy inocentes que somos”
Aunque me abalance de primeras hacia lo que nos magulla como sociedad, debe admitirse que la raíz de dicha cuestión izó su crecimiento entre la podredumbre de la envidia y el recelo. La dentera que uno siente al compararse y la congoja que genera el verse inferior nos convierte en seres depravados y dependientes de la desgracia del otro. Hace cuatro años di con la palabra Schadenfreunde, un término alemán que pone nombre al placer que siente el ser humano a través de la desgracia ajena. Pero, por absurda o hiperbólica que se nos antoje la definición, el lenguaje no hace más que reducir una vez más realidades que suceden sin cesar a fin de aproximarnos a su comprensión. Realidades inalcanzables mediante palabras que solo son capaces de mostrar su veta de ficción pero, ¿qué hay de todo lo que se nos escapa cuando ponemos nombre a lo vivido?
Más allá de la breve analogía a los pensamientos más modestos de Nietzsche, existe ese afán de esconder las verdades que nos definen como individuos. Cuán sencillo se nos hace criticarnos en conjunto y por lo contrario hacer mea culpa cuando caemos en el error. Nos aterra desvelar los huecos en blanco que dejó tras de sí la evolución darwiniana y ahora yacen ennegrecidos por el polvo de los años en cada uno de nosotros, de manera individual e intransferible. Somos verdadera y necesariamente culpables por el mero hecho de eximirnos de culpa incluso a sabiendas de lo muy inocentes que somos. Como el pobre crédulo que escapa de la policía sin haber hecho nada, yo como ser humana y ustedes como ingenuas personas que leen, nos escabullimos del cargo de conciencia con frecuencia y por arte de la propia inercia. En un desliz de buenas intenciones pecamos de inocentes y acabamos siendo culpables, pues huir de una persecución policial es delito y quien corre sin reparo acaba siempre tropezando. Así pues, nos cuesta enormemente reconocer que nos equivocamos y que, al compararnos con el resto y avivar así la llama colérica de envidia que guardamos, no hacemos más que desalmarnos.
“Somos unos egoístas, con nosotros mismos y el resto”
Entonces pasa a dominarnos el desprecio y desatamos, como bestias feroces, el resentimiento, rencor y recelo hacia todo el que dé aquel paso que nosotros no nos atrevemos. Por fantasioso que suene, somos nosotros los primeros que, conociendo en demasía a nuestro enemigo, limitamos nuestro ser al cumplimiento de sus expectativas. Pronosticamos el ataque ajeno y nos calzamos las vestimentas con que más simpatiza la visión externa. Así, vamos ahogando el coraje de dar voz a nuestra más honesta voluntad y nutriendo una cobardía que histrioniza y falsifica el reflejo/sentido de la propia libertad.
Y por ello somos unos egoístas, con nosotros mismos y el resto. Por no asumir la responsabilidad de ser leales al propio porqué que nos mantiene en vida y a los propósitos marcados por y para una misma. Somos unos avaros, consentidos e indignos de considerarnos reales ante una cámara que nos revuelve y distorsiona en el lente hasta el punto de hacernos caer en el olvido de quiénes éramos antes de entrar en escena y empezar a rodar el papel de nuestra vida.