Este año se presentó como una bisagra, como una fractura en apariencia sin límite en la percepción que veníamos sosteniendo como humanidad; mas toda bisagra dinamiza un proceso de apertura y cierre que, a priori, no puede ser desvelado.
Una apertura que, al igual que una puerta que no ha sido previamente atravesada, implica un gesto de valentía y, probablemente también, un acto de confianza.
Valentía para encontrar el pomo y sujetarlo, para empujar con todo el aplomo que se inclina hacia el futuro y presentarse ante lo desconocido.
Confianza, por otro lado, para sostener la visión de la puerta, para ver el portal iniciático que significa cruzar el umbral a una región inexplorada o, en otras palabras, a una instancia íntima y comunitaria que no tiene más cuerpo que el que vamos poniéndole.
Un momento bisagra, en sí mismo, no contiene respuestas. Se inclina hacia la apertura y hacia el cierre, pero no ofrece soluciones. Más bien, un momento bisagra funciona como un interrogante colosal, profundamente creativo, una suerte de pregunta que nos atraviesa y que, al mismo tiempo, contiene la fuerza suficiente para zarandearnos y hacernos de guía.
Por esto ante la fractura y la incerteza alzamos nuestros interrogantes como quien despliega la vela mayor de su barco o lanza un ancla a tierra.
El interrogante muta, se moldea de acuerdo a nuestros movimientos, está vivo porque no hay guía posible si su composición no es la misma que la del territorio que custodia. Mapa y territorio son conformados por la misma sustancia.
El lenguaje simbólico, llegando al punto central de este escrito, se yergue como una guía interrogante. Esto se debe a que el símbolo se equipara a un paisaje del que podemos embebernos. No tiene fin ni comienzo, vive, y nuestro vínculo con él puede desarrollarse o atrofiarse. Entonces, el lenguaje simbólico nos anima a continuar nuestra exploración sobre el arte de vivir y coexistir. No tiene formatos fijos, no se rigidiza porque perecería, permanece en continuo diálogo.
La Astrología pertenece a la familia de estos lenguajes de hondo calado que recorren las líneas ancestrales de nuestra historia sobre la Tierra. Un lenguaje vivo, como decía, que nace del encuentro continuado, de la observación astronómica y, en la modernidad, del continuo adentrarse en la consciencia de ser aquello que vamos siendo.
A diferencia del lenguaje común, el lenguaje simbólico no puede ser aprehendido de manera binaria y excluyente. Al revés, su naturaleza es sistémica e integradora.
Es decir, un símbolo por sí mismo no puede ser traducido, precisa de ser comprendido en su relación con el resto de elementos del sistema al cual pertenece. Precisa ser experimentado, digamos, en red.
Astrológicamente, por ejemplo, la Luna como significadora de la Madre, de la Herencia ancestral, del talento y la neurosis primitiva del sujeto, así como de su cuerpo emocional, por nombrar algunos de los elementos que encontramos al acceder al paisaje simbólico lunar; solo puede ser aprehendida en relación a la otra luminaria, al Sol, al que refleja incansable a lo largo de todo su ciclo y, de igual modo, en relación al resto de planetas del Sistema Solar.
Desde una mirada psicológica, podríamos evocar la imagen de una sinfonía interior en la que se combinan continuamente voces singulares con ritmos, matices y silencios diversos que componen en interdependencia el cuerpo que somos, la experiencia vital a la que llamamos por nuestro propio nombre. Experiencia que, por supuesto, está siempre sucediendo.
Y con esto llegamos a otro de los aspectos matrices del símbolo: el tránsito. En cuanto vive y pulsa, el símbolo circula y se transforma. Este movimiento, este tránsito, constituye la naturaleza de lo que vive y muere.
Vamos hacia la vida con el mismo arrojo con el que vamos hacia la muerte, y es del continuo encuentro entre estas dos realidades, caras de una misma moneda, que podemos insuflar nuestro tránsito de sentido y dirección.
Somos en tránsito como los planetas orbitan o nuestras células migran y respiran absorbiendo nutrientes y gestionando sus desechos, útiles a su vez para otras formas de vida; como viajan nuestros fluidos o los linfocitos (componentes primordiales de nuestro Sistema Inmunitario) recogen información y se nutren de la sabiduría del resto los sistemas de nuestro organismo; como mudan las estaciones y experimentamos sed o hambre para luego sentirnos colmadas y colmados.
La experiencia del tránsito nos recuerda un orden básico que nos atraviesa desde la raíz, que fue origen de nuestras cosmovisiones y de los ritos de comunión con las direcciones y el ritmo de las cosechas.
Este orden nos da borde, nos centra y, al mismo tiempo, nos recuerda que formamos parte de un tejido de complejidad inconmensurable, misterioso como el cuerpo que somos y poderosamente fecundo.
Cuando nos apoyamos en los lenguajes simbólicos para nombrar la experiencia vivida, la dureza de lo real, la fractura socioeconómica o el quiebre de las estructuras psíquicas que nos dieron soporte, nos entregamos a recordarnos parte de este orden, que es el mismo que opera en las colmenas y en Orión, en nuestro adentro y en el afuera.
Este orden tiene mucho de aprender a menguar como soporte para el desarrollo, de saber entregarse para poder dar, de saber condensar o replegarse a la hora propicia para saber dilatar y desplegarse en el momento oportuno.
En los bebés lo vemos claro: hay un momento simpático, de experimentación, de curiosidad y búsqueda, al igual que hay un momento parasimpático, de nutrición, de regeneración y descanso.
A medida que la fractura del mundo que conocíamos se acentúa, ¿retornamos a este orden primordial? ¿Nos damos el espacio y el tiempo pertinente para recordar? ¿Nos apoyamos en lenguajes sabios, amplios, que nos permiten tomar perspectiva o nos dejamos depredar por lenguajes binarios, catastrofistas, que no pueden si quiera acoger la riqueza y fertilidad de este momento bisagra que vivimos a nivel planetario?
Un año bisagra, como decía al comienzo, implica una apertura y un cierre. Para que esa bisagra abra una puerta llena de sentido tal vez precisemos aprender a cerrar en coherencia aquello que ya no nos recibe (habitando los duelos necesarios) y, de igual modo, aprender a abrir con compromiso, integridad, paciencia y gozo los senderos nuevos hacia aquellos lugares que sí quieren recibirnos.
Lugares que viven en la mirada que diariamente practicamos, que a la noche descansan en nuestro hígado y que, si son nutridos y abonados con claridad, florecen en nuestro corazón y, de ahí, directamente, palmo a palmo, en el mundo a través de nuestras manos.
Waw!, te leo y levito en la comprensión de lo que hasta hoy, no solo me era desconocido, sino misterioso e inentendible . Soy acuario, sol y luna en acuario y hasta que llegué aquí, estaba paralizada de miedo ante este Plutón que avanza hacia mi signo como si viniera el armagedón o los 4 jinetes del Apocalipsis.🤭😂 Gracias por tanta luz.