Los déficits que generan búsquedas, a veces te brindan hallazgos maravillosos, otros curiosos, y en ocasiones, casualmente decepcionantes. Como esa creencia durante años, partiendo del manido concepto de que la familia no la eliges pero que los amigos son la familia que uno sí elige, y con la que tan despistada estuve, creyendo que al igual que la familia, nos acabaríamos aguantando hasta la muerte, que nos amaríamos a pesar de rabietas, enfados, desilusiones, chascos y vueltas varias de la vida.
Y cuál ha sido mi sorpresa, probablemente demasiado tardía y avanzada ya en la vida adulta, que al igual que en los cuentos de hadas, ni todas las princesas tienen “pelazo”, ni cantan como los ángeles, ni todos los príncipes son azules, ni afectivamente disponibles. Y las amistades (que no todas, por el momento y por suerte), vienen, van, vuelven, desaparecen, mueren… En ocasiones lo hacen de forma silenciosa e indolora y en otras de formas absolutamente desastrosas e hirientes.
Y lo curioso de todo esto, es que, en la mayor parte de los casos, durante un tiempo determinado, cumplen una función maravillosa, se convierten en un eje vital e indispensable, con una aportación de felicidad, alegría, validación interpersonal y una profunda admiración, afecto y respeto.
En las ocasiones en las que esta unión acaba silenciosamente, no suele hacer mella en lo que ya no aporta, porque probablemente tampoco lo quita, cumplió su función, agotó su energía, deja lo que aportó, pero no se lleva nada, no hay pena, no hay muerte, no hay dolor. Probablemente tampoco exista un espacio profundo para el agradecimiento, quizás con el tiempo, tome valor.
Pero cuando esa unión acaba sin buscarlo ni esperarlo, atropellada y maliciosamente, y se torna la amistad, en sibilinos intereses, ese amor, surgido del más profundo déficit y de la absoluta necesidad de validación (aunque no de forma consciente), se quiebra, produciendo un terremoto emocional bajo tus pies, donde te crees morir ante la pena y la injusticia, de quién creías indispensable en tu vida, esa persona a la que llamabas familia, y te destroza por dentro, generando una mezcla de desolación, incomprensión, incredulidad y ansias de vendetta.
Pero cuando el suelo vuelve a posicionarse en su sitio, del que nunca se ha movido, y comienzas a entender, que no solo no necesitas validación externa de nadie, por mucho que nos hayan enseñado que sí, y aún menos de personas que se tornan enemigas, cuando conocedoras de tus debilidades, intentan usarlas en tu contra, comienza a crecer una nueva sensación dentro de ti.
Por un lado, la cruda realidad de tener que aprender a enfrentar que nada tiene porque ser para siempre, que no cualquiera merece tu confianza ciega, ni tu defensa plena, que los valores de cada uno son los de cada uno, ni mejores ni peores, los nuestros, los míos, los suyos. Que, ante tus fracasos y tus victorias, habrá gente que reaccione de formas inesperadas. Que al esperar de los demás, siempre corres el riesgo de la desilusión. Que hay gente que no merece seguir en tu vida cuando comienzan a ofrecerte las migajas, los juicios y el menosprecio, y que, sin embargo, mientras formó parte de ella, probablemente te brindaron durante un instante, lo mejor de su alma.
Que no todos los dolores y los aprendizajes son justos ni necesarios, pero que, si aprendes a hacer la lectura correcta, al final se convierten en valores incalculables. Que a quién dejaste entrar y estar, y estuvo, le tienes que estar agradecido, incluyendo sus: “a pesar” y los pesares. Y que probablemente, con casi 40 años, tenga que madurar, sacudirme el polvo, y dejar de creer en los cuentos de hadas, en los hermanos de distintas madres y padres, y en los amores para toda la vida.
Que quizás me iría mejor siendo más práctica y pragmática, pero que puede que no me dé la gana, y que quizás cuando me dicen que ya no soy tan “coneja”, como si fuera un cumplido, me lo debería de tomar como una ofensa, no por quién lo dice, sino de mí hacia mí misma, porque cuando pasamos épocas convulsas, en las que nos apagamos, irremediablemente perdemos parte de nuestra esencia, y quizás la mía sea esa, la de vivir la vida con la ilusión y el sufrimiento de esa fragilidad infantil de quién se deja sorprender.
Y que, en vez de estar buscando mi banda, mi hueco en el mundo, mi equipo, con el que poder ser yo, que, por otro lado, ya me siento agradecida por tenerlo, y por haber tenido muchos a lo largo de los años, de lo que va siendo hora, es de librarme de mis putos miedos, y de querer ser yo, para mí y para quién sea que me tope en el camino, sin necesidad de buscar su validación, porque no me valdrá de nada en esta vida, que no es de nadie, más que mía.