“Llevo encima todas las batallas de las heridas que he evitado”, decía Pessoa en un verso. Durante el día de Acción por los TCAs y no pude evitar echar la vista atrás y ver a una niña de catorce años dejando de comer porque aquella era la única manera que encontró para evitar el dolor que estaba sintiendo. A partir de aquel momento me diagnosticaron anorexia y comenzó una guerra que duró más de diez años. Mi cuerpo se convirtió en un verdadero campo de batalla en el que quedaron esparcidas todas aquellas heridas.
Al igual que una cicatriz, el síntoma alimentario (restringir alimentos, vomitar, atracones, ejercicio físico excesivo, etc) solo advierte que ahí ha habido una lucha pero no informa de cómo ha sido esta batalla, de qué manera comenzó, por qué tuvo lugar. Sin embargo, cuando la sociedad trata de entender qué es un TCA recurre a un manual de diagnósticos en el que se establece una serie de condiciones (síntomas) para clasificar con un nombre u otro (anorexia, bulimia, trastorno por atracón, etc.) al dolor que estás manifestando. ¿Acaso cuando vemos una cicatriz en un cuerpo ajeno no somos conscientes de que detrás de ella hay una historia que ha quedado sellada? ¿Entonces por qué pensamos que un TCA se puede solucionar “volviendo a comer” o “dejando de vomitar”? ¿No sería más lógico tratar de ver lo que hay detrás de cada síntoma? ¿Preguntar a esa persona que está sufriendo cómo se encuentra ese día en lugar de cuántas veces ha comido?
Muchas veces, durante estos años de enfermedad, cuando he comentado lo que me pasaba, con la mejor intención del mundo (supongo) me han dicho: “pero si no te pega nada tener anorexia.” Por supuesto, si se asocia a la anorexia con la superficialidad, con modelos preocupadas por la belleza de su cuerpo o por adolescentes rebotadas en la edad pavo, mi perfil encaja poco con ello. Me pregunto en qué momento dejaremos de ver a las enfermedades mentales (sean de la índole que sea) como un diagnóstico al que aferrarnos para definir rápidamente lo que creemos que le pasa a la otra persona en lugar de hacer el esfuerzo (porque sí, es un esfuerzo) de entender al otro.
Visibilizar la salud mental no es hablar de un TCA dando datos o enseñando fotos de chicas esqueléticas: visibilizar supone, por un lado, indagar profundamente en por qué alguien llega a desear maltratar de aquella manera a su cuerpo; y, por otro, provocar una reflexión sobre qué responsabilidad tenemos como sociedad.
Sin embargo, la fragilidad, el dolor, la sensibilidad, son duramente castigadas en el mundo en el que vivimos. Aprendemos a silenciar todo lo que nos ocurre y para ello construimos personajes que nos ayudan a sobrevivir. No obstante, no podemos huir de la tristeza y muchas veces, si llevamos ya varias heridas que no hemos atendido, nuestra mente (la cual, no lo olvidemos, es más lista que nadie) nos lleva a buscar la manera en la que sobrevivir a ese desgarro: de ahí que acudamos a buscar qué elementos nos pueden ayudar a desviar la atención de nuestro dolor: drogas, sexo, juego, fármacos, alimentación. Lo cierto es que hoy por hoy el mundo nos ofrece una gran variedad de oportunidades para que, si llegamos al punto en el que nuestro dolor es muy grande, podamos ocultarlo (disfrazarlo) un tiempo más.
Los casos de TCA van en aumento (siendo, además, al enfermedad mental con más tasa de suicidio a día de hoy) De hecho, cada vez ocurre en edades más tempranas. De nuevo, ¿por qué no nos preguntamos después de dar este dato aterrador por qué esto está siendo así? ¿Por qué una niña de once años piensa que si es más delgada podrá ser feliz? Esa niña de once años sufre (seguramente, por alguna causa familiar) pero como la sociedad (familia, escuela) no la ha enseñado a gestionar la dura situación que vive en casa, necesita encontrar una manera en la que sentir que es válida, que puede disfrazar su tristeza, que puede ser feliz porque consigue un objetivo (en este caso un peso concreto) y así no pensar en que sus padres se están divorciando y que eso la está rompiendo por dentro. Ahora bien, ¿por qué llega a la conclusión de que verse bien (delgada) la hará ser feliz? En primer lugar, porque una niña de once años tiene difícil el acceso a otros inhibidores del sufrimiento: drogas, juegos, sexo. Le queda la alimentación. Y si encima constantemente recibe un bombardeo diario de cuerpos que ve en redes sociales, de comparaciones en el colegio, de modelos audiovisuales prototípicos, ¿cómo no va llegar a la conclusión su mente de que quizás por ahí pueda encontrar una salida para dejar de sufrir tanto? A ello, además, se suma el refuerzo social: tal vez era una niña más o menos regordeta y cuando adelgaza por primera vez muchas personas de su alrededor comienzan a decirle lo guapa que está.
De todas las adicciones, la que la sociedad se encarga constantemente de reafirmar como válida es precisamente un TCA (eso sí, bien encubierto, que no se te note demasiado): modelos de belleza, cultura de la dieta, presión social, comparaciones, imagen, imagen, imagen. Es fácil caer en una adicción que está tan validada socialmente. Un cocainómano, a decir verdad, no es tan querido. Pero una chica mona, delgada, que hace deporte (“fitgirl”), que dice que hace dieta (“qué fuerza de voluntad, ¿no?”) es un diez en la sociedad actual y todo el mundo se va a encargar de aplaudirle por ello sin plantearse siquiera que quizás se le está yendo de las manos. Claro que vas a ver a tu TCA como un amigo. Ahora, ocúpate tú (y tu bolsillo, ya que la seguridad social poco va a hacer) en salir de ahí.
Día de Acción de los TCA. Vuelvo a Pessoa: “llevo encima todas las heridas de las batallas que he evitado”. Sí, durante mucho tiempo fui esa chica que con catorce años encontró en su anorexia su mejor aliado. De ahí a hospitales de día, a un ingreso de un año y dos meses sin ver apenas a su familia, intento de suicido, recaídas, pérdida de amigos y meteduras de pata ajenas y propias. Y ahora, como decía, miro atrás y me dan ganas de abrazarme y decirme que estaba bien, que yo estaba bien, que podía llorar y ser diferente, que mi manera de ser encontraría un lugar en el mundo, que no tenía que ser como mi hermana melliza y que el dolor es válido y hermoso. Evité ser quien era porque realmente, si lo pienso bien, es cierto que ser vulnerable (porque lo soy) es difícil en este mundo. Por eso, en algún momento de todos estos años comprendí que no quería seguir haciéndome daño, que bastaba de huir de mí misma. Y así empecé a dejar atrás a mi anorexia y a aprender a enamorarme de la vida a pesar de que el mundo no lo ponga fácil.
Por ello, mi acción en ese día son estas palabras, mi testimonio, la pequeña luz que pueda provocar para intentar que este abismo en el que nos encontramos sea menos oscuro. Convertirme en una pequeña vela para hacer entender lo que hay detrás de un TCA, para que la sociedad ayude y nos responsabilicemos de una vez por todas del daño que estamos provocando. Y, sobre todo, para que tú, persona que sufre y que quizás estás leyendo estas líneas, sientas que te entiendo y que, créeme, no estás sola.