A veces retrocedería en el tiempo dando pasos chiquitos, sin levantar sospecha o hacer crujir la madera carcomida por los años. A veces me miro en el espejo y olvido el nombre de la persona que posa en frente de mis ojos. Y es que a veces no recuerdo cuán solía pensar en el resto, si tan solo me importaba ser consciente del momento o vivía en una nube de ensimismamiento de la que nunca supe escapar. A veces creo que no soy la única víctima de ese encierro en uno mismo y que en realidad se trata de un delito consentido por la justicia ilegítima que nos compadece como sociedad. Todos y cada uno de los rostros que asoman hoy a tientas por un cristal alzan valor entre las rejas que ellos mismos soldaron para ahogar la libertad.
Nunca nos pasó, curiosamente, el llenarnos de emoción por subir persianas y salir al balcón. El interpelar con la mirada desde el otro lado de la calle y repetir tres veces lo dicho por falta de oído. Aunque, ahora que lo escribo, me suena una historia parecida que data de décadas atrás en que los patios de luz oían a olla exprés y quien vivía en lo más bajo de la finca levantaba la vista y la perdía entre camisones rosados y calcetines con aroma de Marsella. Cuando aún no nos permitíamos la secadora cuatro veces por semana ni los platos precocinados, empaquetados y reempaquetados para durar minutos apenas en nuestras manos. Me suena la historia de una mujerona que asomaba la cabeza y gritaba a su vecina que saliera a saludarla. Y cuántas versiones de la historia me suenan ahora que lo escribo, cuántas madres me vienen a la mente si lo digo. Gritando desde arriba a su hijo de rodillas rasgadas y frente húmeda por correr tras una pelota sin freno y una niña con falda. La cena estaba lista y la vecina, desde arriba saludaba.
“Un nuevo orden establecido casi sin querer por nuestro eterno afán de llenar un agujero que no se cansa de ensanchar”
Pero hoy las cosas cambian. Y ya no nos acercan las ventanas del patio de luz ni las paredes que comparten las casas. Sorprendentemente desconocemos cuánta gente vive arriba, abajo o a los lados de la burbuja a la que llamamos hogar pero que hasta ahora tan solo ha cumplido la función de dormitorio, microondas y la sede de un internet saturado por no descansar. Parece arte de una magia que se impregna en los rellanos, pues casa ya no es allí donde nos encontramos, charlamos y escondemos durante horas nuestros sueños bajo las sábanas. Tanto se impregna dicha magia que ya ni recuerdo la última vez en que me tapé junto a mamá con esa manta de cariño y nos contamos todas las cosas que durante el día habíamos visto. Hasta ahora todo eso precedía una nueva jerarquía de prioridades basada en la búsqueda inagotable de sentido a través de pantallas de cristal. Un nuevo orden establecido casi sin querer por nuestro eterno afán de llenar un agujero que no se cansa de ensanchar. Y ensancha y ensancha su diámetro, arrasando con todo lo que nos caracterizaba como humanos. Como un pozo sin fondo que ahoga nuestros deseos y no los guarda ni los cuida. Pantallas y caminos virtuales infinitos que con un dedo recorremos sin reparo en el paso del tiempo.
Nos perdemos en laberintos que no vemos, palpamos ni vivimos en nuestra piel; sino que forman parte de una realidad abstracta en la que cualquier Da Vinci se volvería loco. Aunque tarde o temprano acabemos bajando de esa nube en la que flotamos a diario, en el andén no siempre esperará la vida con ansias de vernos y abrazarnos. Tomar consciencia y volver más a menudo de la abstracción a la que nos hemos sometido desde principios de siglo empieza a ser una costumbre colectiva que con el tiempo estará bien vista. De lo contrario, nos iremos volviendo cada vez más esclavos de la luz artificial que propaga la tecnología actual y como si del mito se tratase, se convertiría en el fuego que ilumina una caverna sin salida.
“Llevamos tiempo equivocándonos y siendo sumisos a una realidad tecnológica que no dejamos de alabar”
Pero quién lo diría, que uno despierta cuando se le corta lo más vital que exige la naturaleza humana. El arte de relacionarnos mediante el abrazo, la palabra al oído o la risa en la que resulta una charla. Cuando nos privan de los cimientos que nos fundamentan como humanidad nos damos cuenta que de nada sirven las tejas cuando la casa se desmorona paredes abajo. Es por eso que más que una desoladora y trágica imagen, lo que deja tras de sí este virus invisible se transforma en moraleja y, como cuento de infancia, nos regala esa enseñanza. Así es como después de semanas de calles vacías, terrazas cerradas y balcones que musicalizan la vida urbana, nuestra frenética actividad mental se detiene y desaceleramos un ritmo cuya letalidad no habíamos tan solo percibido. Así es como nuestro estrés va entrando en un desuso paulatino y la dependencia tecnológica que hasta ahora acarreábamos como síntoma fatal del capricho se transforma en una herramienta esencial que subsana toda necesidad surgida tras la pérdida de normalidad. Es de hecho ahora cuando pretendemos abrazar, oír y reír a una distancia que se acorta con el uso de pantallas y que por fin tiene un sentido. Por suerte o por desgracia, hemos descubierto nuestro poder verso a la tecnología y el buen uso que cotidianamente podemos darle.
Claramente no se trata de América, pues los beneficios de la tecnología en nuestra sociedad han sido inicialmente claros. Pero, retrocedamos la reflexión un par de siglos atrás y redescubramos América. Identifiquemos y objetemos los estragos de la tecnología. Suprimamos el tabú que supone nombrar los efectos nocivos de esta y reconozcamos que como sociedad nos hemos equivocado. Llevamos tiempo equivocándonos y siendo sumisos a una realidad tecnológica que no dejamos de alabar. Seamos honestos con nosotros mismos y digámonos que el encierro en el que todos nos encontramos ha servido para escucharnos y prestarnos una atención que habíamos descuidado. Para mirarnos nuevamente ante el espejo y nombrar ese reflejo que ahora con orgullo conocemos. Que ahora, valientes, distinguimos como nuestro.
“El abrazo, si se da, se da sintiendo la verdadera presencia humana”
Y gracias a la consciencia inconsciente que día a día hemos ido alcanzando, logramos una vez más encontrar a nuestros seres queridos, maestros y amigos a través de la pantalla. Logramos reír tras el diálogo a distancia y escuchar a quienes nos dedican su palabra. Valoramos por fin la inmediatez y eficacia que nos brinda una máquina, aunque siempre recordando que el abrazo, si se da, se da sintiendo la verdadera presencia humana.