Crecer. Desde pequeños estamos ansiosos por crecer, aprender cosas nuevas, conocer gente, educarnos, salir al mundo, formar una familia, y demás.
Desde jóvenes estamos apurados a que llegue la siguiente etapa de la vida, como una odisea quijotesca, casi utópica, en la estamos siempre buscando ese “algo más”, que, al mejor estilo Emma Bovary, nos lleve a la verdadera y única definición de ‘felicidad’.
Lo cierto es que nos pasamos la totalidad de nuestra vida intentando ser distintos a lo que somos, o lo que éramos, ser más ‘educados’, más ricos, más flacos, más jóvenes, más sociables, tener más títulos, más propiedades, más seguidores en las redes sociales, más, más, y más.
Aprendemos a desarrollar un autocontrol sobre lo que decimos, hacemos y sentimos, digno de un robot del futuro. Al punto tal que, con mala suerte, en algún momento implosiona en forma de ataques al corazón o derrames cerebrales.
Y no entro siquiera en la lista larga de emociones reprimidas o negadas, de las cuales somos expertos. Por el ‘qué dirán’, el ‘no se debe’, el ‘no queda bien’, o el ‘mejor no me meto’. La vida nos va dando cachetadas en este experimento que se llama crecer y madurar, y acabamos siendo, luciendo y sintiendo lo mismo, como cortados con el molde perfecto: antipáticos, apáticos y automatizados. El molde socio-económico-político-religioso del mundo de los adultos.
Pero si tienes la fortuna de levantarte una mañana y experimentar una epifanía, como me paso a mí, finalmente te despiertas de la pesadilla en la que estabas envuelta, y te das cuenta de que no hiciste otra cosa más que perderte. Perder el tiempo. Y si hay una sola cosa en esta vida que es irrecuperable, eso es el tiempo que tenemos sobre esta tierra.
Me olvidé de lo más básico; de disfrutar, de ser yo misma, de no temer el que dirán, o que me puse, o si el rojo está de moda o no, y dejar de estar tan preocupada por ser popular, o darme cuenta de que algunas de mis amistades son ‘diferentes’ y solo las aprecio porque es divertido y la paso bien con ellas.
Cuando crecemos nos olvidamos de soñar, de anhelar ser astronautas, policías o verduleros, bailarines o mamás, de tener compinches en la cuadra por que comparten el tiempo y no hay peleas ni rivalidades ni competencias. No hay una carrera endemoniada para ser el mejor o la más rápida, la más alta o la más flaca o tener más plata, más títulos, o el auto con el motor más grande.
Con los días contados para vivir plenamente lo que me quede, llego a la conclusión que extraño a la niña que fui, la que podía decir lo que sentía sin tapujos, miedos o vergüenzas; que hacia lo que tenia que hacer (estudiar), y que el resto del día era para jugar.
Y me pregunto, ¿en qué momento dejé de disfrutar, soñar, amar y sonreír como ella?