Estos días están siendo extrañamente difusos. Hay en mí un dolor intenso, un desgarro. La tragedia ha anidado en mi boca. Contemplo cada día, al otro lado de la pantalla, las mismas imágenes de gente cubierta de barro. Cubiertas sus manos, cubiertas sus almas, cubiertos sus gritos, cubiertas sus botas. Dentro de mí, la culpa por palparme entera en esta casa, por saberme protegida y a resguardo. Nos está sucediendo a otros tantos: no sabemos cómo seguir en el transcurso de los días cuando se ha apilado de forma virulenta a tantos individuos, anclados en esa trágica partícula del tiempo que parece haberse detenido.
Los ríos de solidaridad son los únicos que nos están salvando, que nos están sacando a la superficie estas semanas, proporcionándonos una brisa fresca en medio del fango (las aguas cristalinas de la empatía combaten contra los líquidos estancados).
«Me aterra compartir en mis redes el cartel de la próxima presentación de mi libro, siento que estoy desempolvándome el luto de estos días», me escribe una compañera. «No te preocupes, ya estás ayudando lo que puedes, tú también tienes que comer», le digo para tranquilizarla. Pero la voz que me habla por dentro a mí también está diciéndome lo mismo. Cuando sucede un desastre de este calibre, surgen muchas dudas. También acusaciones, fruto de ese dolor colectivo:
«La ayuda que se publica no es ayuda, sino marketing».
«Asegúrate bien antes de compartir esa información, ya no se necesita».
«No veo que hayas reposteado nada en tu cuenta, ¿es que no te importa lo que ha ocurrido?».
«No digas que “el pueblo salva al pueblo”, eso romantiza la solidaridad y elude la responsabilidad de la administración pública».
«¿Ya estás haciendo publicidad de tus cursos? Qué falta de respeto».
El miedo saca a flote la compasión, pero también la incertidumbre y lo roto. Que cada uno aporte lo que humanamente pueda. Que cada persona colabore con lo que le permitan sus posibilidades. No nos culpemos, no nos echemos de encima del resto. Eso no ayuda a nadie, pero incrementa el malestar colectivo. Seguir con nuestra vida —los que, por privilegio, podemos hacerlo— no debe significar nunca
correr un tupido velo. Pero, como en los aviones, tenemos que ponernos la mascarilla de oxígeno para poder colocársela al de al lado. No nos dejemos hundir. No tengamos miedo de volver al trabajo, reír, poner una película, parar un rato de ver las noticias, compartir alguna publicación ajena a la catástrofe en nuestras redes sociales.
Nos necesitamos fuertes y sanos. Si vamos a condenar a alguien, culpemos a los que verdaderamente son responsables de este desastre. No lo hagamos entre nosotros, no entre el pueblo que está remando.
Valencia nos necesita.
No solo hoy. No solo estas próximas semanas. Que no se nos olvide, y mucho menos cuando deje de aparecer en los telediarios.