Cuando España se veía en blanco y negro, un humorista, Miguel Gila, nos encandiló con unos sketches de lo más peculiares. Uno de los que más recuerdo era aquel en el que aparecía vestido de soldado, con casco y todo, hablando con el enemigo a través de un teléfono de baquelita negro.
Esa imagen, no me preguntéis por qué, me hace pensar en el estrambótico y muy naranja presidente de Estados Unidos. Tengo la sensación de que se toma a broma la paz mundial, que trata de arreglar conflictos profundos con llamadas que, a oídos de sus interlocutores, deben sonar tan ridículos como aquellos de Gila.
La prensa nos vende a un Donald Trump que coloca el tablero de juego a su antojo y conveniencia; habla con unos y otros como si todos fueran sus lacayos e impone sus propias reglas para conseguir «terminar» con los conflictos. Sí, entre comillas.
Pero también nos enteramos de que, tras esa fachada de hombre de concordia que quiere proyectar (para quien se la crea), hay un soberbio que lanza objetos a quien osa llevarle la contraria. Ya dejó en ridículo —y en público— a Zelenski en una ocasión, con su mano derecha imprimiendo puño de hierro —Marco Rubio, quien supongo que no tiene raíces profundas de generaciones en Wisconsin— y ahora nos hemos enterado de que en una reunión le tiró los mapas de Ucrania a la cara instándolo a renunciar a parte de su territorio en favor de Rusia.
Eso, queridas, es un hombre de paz.
Por eso aspira a conseguir el Nobel.
Y yo digo que sí, que lo inviten a un Nobel. Y a un Fortuna a Putin. Y a un Ducados a Netanyahu. Que formen el club de los «fumaos».
Trump tiene muchas causas en su haber que respaldan la concesión de tan estimado galardón, exento de las polémicas del Premio Planeta.
Expulsa a inmigrantes de su país a pesar de que están totalmente integrados tras décadas viviendo en suelo norteamericano.
Y yo me pregunto por qué no lo expulsan a él el primero del país. No deja de ser nieto de inmigrantes que un día huyeron de Alemania e hijo de una mujer escocesa que trabajó como empleada doméstica. Su linaje no es precisamente el de un americano de varias generaciones.
Anima a sus seguidores a que atenten contra la democracia mediante la toma del Capitolio. Pero calla bocas para que no se sepa de su doble vida, sus relaciones con Epstein y con la actriz de porno (o cine para adultos, por si alguien cree ofensivo el término). Un curriculum intachable para un presidente en un país en el que una infidelidad te hace perder el cargo porque te ves obligado a dimitir. Doble moral a raudales.
Pretende construir un Marina D’Or en Gaza. Al fin y al cabo, tiene un fuerte pasado inmobiliario que sigue corriendo por sus venas medio alemanas medio escocesas. Eso también es la paz, por supuesto. A nadie se le ocurre jugar a las batallitas en un complejo hotelero de lujo. Allí se va con pulsera todo incluido a comer y beber hasta reventar.
Así que sí, que le den Nobel mal liado y le siente muy mal, una pipa de la paz envenenada para el peor líder de la historia que recuerdo. Y si puede ser, que alguien le recomiende un buen psiquiatra.