-¡Qué sujetador más feo, Dios mío!
-No pensaba verme con nadie, ¡joder!
-¿Y por eso te pones este objeto siniestro y horroroso? ¡Ni siquiera es de tu talla!
-Cállate yaaa…
-Te confieso que tendré pesadillas con esta cosa, pero déjame verla una vez más antes de prenderle fuego.
-Eres idiota.
-Te compraré uno, te lo prometo.
-¿De qué color?
-Rojo.
-Lo quiero negro.
-Pues será rojo Ferrari y estarás hecha una diosa con él… bueno, ya lo eres, lo sé, me vuelve loco tu cara -susurra mientras su cuerpo se balancea ansioso sobre el mío y besa mi boca con pasión mordiendo el labio inferior más fuerte de lo que esperaba- pero la mierda esta no te ayuda. Veamos que sorpresa hay debajo, visto lo visto cualquier cosa puede aparecer…
-Ooooyeee -me río y forcejeo con él dándome la vuelta y metiendo la cabeza bajo la almohada, mitad broma mitad vergüenza, todo hay que decirlo- pues ahora te quedas sin verlo.
-Sí, seguro… fua… te perdono lo de arriba…
qué puta locura…
Aquella mañana no pensaba en nada especial al vestirme -debería hacer más caso a mi madre, lo sé-, pondría una lavadora al caer la tarde, pero antes podía salir a pasear por mi lugar favorito con ropa cómoda sin demasiadas aspiraciones, cosa que ya sabemos es un error garrafal, el universo es así de huevón, cuando uno se arregla no ve a nadie que le emocione, pero si vas hecho un cuadro abstracto te cruzas con lo más jodidamente atractivo de la ciudad.
¡Puta vida, incómoda y caprichosa, puto cosmos y puto todo!
Una es absurda hasta para elegir el instante en el que morir en los brazos de un digno amante. Vale, en realidad el instante no, pero el outfit sí. No nací con ese don, le doy la justa importancia, en estos momentos nos sobra moda y tontería a raudales. Cualquier día estalla el planeta y nos manda a la mierda con la misma desfachatez con la que nosotros lo tratamos a él. Lo más sexy que hay, dicen los entendidos, es la inteligencia, pero yo qué sé, en ocasiones parece que esta me abandona sin explicaciones aparentes, coge su mochila y se va reivindicando su libertad, su derecho a no ser perfecta y cometer sus propios errores. Y ahí me quedo yo, sin criterio ninguno, explorando lo inesperado y tropezando en baches premeditados con cierta valentía inusual en mí, o una enorme imprudencia innecesaria de asumir, vete tú a saber la manera exacta de definir con agudeza y precisión los retales que dan forma a mis múltiples detalles.
Vamos, lo que viene siendo un caos.