Pintar con el cuerpo, con las manos, con los pies… es algo muy infantil. Muy niño.
-Ya…- me digo- Puede ser.
Son muchas las miradas de extrañeza. Ojos que te contemplan juzgando o preguntándose por qué haces lo que haces, si nadie lo hace. ¿Acaso no sentimos que un niño, puro en su diversión más sincera, es el claro ejemplo de una felicidad sencilla? Felicidad desprovista de artificios, llena de seguridad de que sí, mañana saldrá el sol y sí, mañana jugarás. Y aunque te caes a veces, te cuidas de no hacerlo, o lloras y sigues combatiendo la arena. Llevo tiempo pensando que ese niño que todos llevamos dentro se quiere, se quiere mucho. Se admira, se adora.
Porque ese niño, amiga, amigo, es tu esencia. Tu esencia sin edad. Lo que realmente eres, y no lo que tú crees que eres o la imagen que otros ven de ti.
Al inicio del confinamiento comencé a rebuscar todos los libros de arte para empaparme de inspiración (no era el momento de encontrarla puertas a fuera) cuando caí en Yves Klein. Un artista francés que untaba a sus modelos del color ya emblemático ‘azul Klein’ en los tiempos de posguerra (II Guerra Mundial). Estamos hablando de un artista rebelde, que hacía muestras en público de algo tan raro y desconcertante como el desnudo de una mujer, impregnado en pintura y lanzado a un lienzo, a ver qué salía. Y salían cosas; cosas muy bellas… distintas. Únicas.
Salvando evidentemente el contraste de épocas, sentí la necesidad de probarlo. De rebelarme no contra el sistema, sino contra todo aquel que crea el un cuerpo no es una obra de arte en sí. La falta de amor propio y de autoconocimiento al que estamos llegando es imperdonable. Vivimos en la sociedad del aquí y ahora y lo que te muestro es lo que importa. De hecho, lo único que importa. Lo que tú crees que soy y no lo que soy. Rondamos de bar en bar, de casa en casa, de trabajo en trabajo sin tiempo para parar y lanzarte a un lienzo y decir: ¿qué soy yo realmente? Sin egos, sin presión, desnudo. Y cuando digo desnudo no es sin ropa, sino sin complejos, ni prejuicios, ni temor.
Recuperando al niño que juega, se divierte y se conoce en esencia. Y eso percibí al posarme sobre el lienzo, sin saber realmente por qué lo hacía, pero conservando una sensación mágica, especial. Porque aquí las palabras no valen, estaba inspirada a prestar atención solo a mis propias sensibilidades. De respeto a mi cuerpo, de tiempo de reposo para mi mente y para toda preocupación banal que convertimos en piedras a la mochila. De sencilla y verdadera liberación.
“Dejando constancia al acabar de que no importa cómo haya quedado el lienzo”
Y al unir a mujeres de mi propia familia, amigas, podéis imaginar que la gratitud se multiplica por cien. Que se ofrezcan a desnudar su alma, quitarse la máscara y conectar con el arte es la obra más honesta y honorable que puedo imaginar hacia cualquier persona que quiera crear, y hacia el arte en sí. Recuperando su esencia por unos minutos, sintiéndose vulnerables pero con un amor hacia su cuerpo que ya es un verdadero milagro por el simple hecho de existir, y, sobre todo, dejando constancia al acabar de que no importa cómo haya quedado el lienzo, o qué posturas hayan elegido ellas hacer en sí, no, lo que realmente es importante es la acción, la verdad, el bonito juego que se crea y la emoción que trasmite que sea un momento para ellas, para respirar. La imagen de su ausencia. Más sentida que comprendida. Más metafísica que física.
Y nada importa más en ese momento. Conocerte sin miedo, aceptarte. Saber que lo haces lo mejor que puedes. Y mientras tanto… lanzarte a este lienzo en blanco que es la vida.