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Tres madres

El calor azotaba esa mañana. Las labores del campo no esperaban pese al bochorno tan característico de la zona. Azucena había lavado a su retoño de dos meses. Sabía que el agua fresca traída del pozo de “La Jimena” le haría bien a esa hija nacida de sus entrañas. Con un trapo echo jirones, humedecía sus bellos pliegues , sin dejarse ningún recoveco. La abrazó y la besó como si quisiera guardar ese olor en sus entrañas. Aquél bebé de tres meses era fuerte. Una niña recia y sana que contagiaba su recién estrenada sonrisa. Tenía un ángel en su mirada, como si entendiera lo que viviría en su vida.

Azucena la acunó  entre sabanas limpias y la dejó durmiendo, bajo la atenta mirada de su otro hijo, Juanito, de cinco años, que correteaba con una lata vieja simulando que era un camión de bomberos.

La madre les acarició el pelo y se despidió. Tenía que ir a la hierba, a trabajarla, para poder seguir su sueño de ir a vivir a la ciudad dentro de unos años . Ella soñaba con ser modista y cambiar la azada por la aguja.

Esa mañana, sus huellas quedaron en el barro. Sus zapatillas viejas, las que siempre llevaba a la mies, necesitaban un cambio, pero tenía que vender primero algún jato en la feria de la semana de San Juan.

Cuando el sol quería apagarse, Azucena notó una punzada en su pierna derecha. Un fuerte sudor la corrió por la frente. Confusa pidió auxilio a la Señora Carmen, que frecuentaba las tierras a las horas del atardecer.

Corrió en búsqueda de los lamentos que reverberan en el sepulcral silencio de aquellos prados. Azucena estaba tendida en el suelo, y su pierna presentaba una mordedura.

—¡Azucena, Muchacha, ¡despierta! Te ha mordido una víbora. ¡Despierta por favor!

Algunos jornaleros acudieron asustados por los gritos. Entre aquellos hombres, la levantaron y la llevaron hasta la casa más próxima. Uno de ello, bajó en volandas a llamar al médico de la comarca. Don Ramón, no se encontraba en la clínica en ese momento. El tiempo pasaba y Azucena iba dejando la vida por momentos. 

Fueron en busca del boticario, pero cuando llegó, ya no se podía hacer nada. El veneno había llegado a los pulmones .Azucena estaba sentenciada. Su rostro se tornó en calma, como si por fin hubiera cogido el hilo de oro para enhebrar el mejor de los vestidos regionales de aquella época.

El marido de Azucena, Juan, no podía creer lo que le estaban contando. Él se había quedado  aquella mañana con el ganado, ordeñando las vacas  para empezar a elaborar los quesos que le habían hecho famoso en la zona. 

Juan abrazó a su mujer, la besó y pensó en sus dos vástagos. Tan pequeños y sin madre que les colmara de besos, canciones y atenciones. Era tal la desolación que durante unos años no pudo hablar. Decía que la muerte le había arrebatado a su amada y con ella, sus ganas de vivir.

Sus hijos fueron creciendo. Juanito, el mayor, que apenas se acordaba de su madre, a veces cantaba a su hermana Sol la canción con la que les solía dormir. Una foto de ella presidía el salón. Aquellos niños la besaban a diario. Su padre les había inculcado aquel ritual. Era la manera de mantener vivos los recuerdos. Parecía que así, aquellos niños estaban menos huérfanos de madre.

Juan no pudo atender el ganado. La soledad le había vencido. Había envejecido prematuramente. Se quedó a vivir en casa de sus suegros, quienes sustituyeron la pena por las fuerzas que sacaban de flaqueza para sacar aquellos niños adelante.

Juanito y Sol perdieron algún curso escolar , comenzaron a retrasarse en las tareas. No había manos suficientes en la casa, y ellos tuvieron que arrimar el hombro para poder seguir adelante.

Por aquella fechas, llegó al pueblo una muchacha de la ciudad que acudía para cuidar de un tío soltero que se estaba quedando ciego. Ya no podía encender los candiles , ni afeitarse solo, ni atender sus asuntos personales. Aquella mujer , joven y muy resuelta se  llamaba Maravillas . Supuso un soplo de aire fresco para aquel pueblo, empobrecido y viejo.

Ella había sido profesora en la escuela de la ciudad  y amaba dedicarse a los niños. Era soltera y no le interesaba casarse ni formar una familia. Su pasión era la literatura y la pintura. Disfrutaba en el silencio de aquellas tierras. Siempre decía que aquellos aires cálidos la habían despertado el alma. Maravillas fue encajando entre las gentes de la zona. Además de cuidar de su tío, adecentó el viejo pajar lleno de trastos  y mandó traer de la ciudad unos pupitres y unas sillas. Con la ayuda de los mozos del pueblo, crearon una pizarra y unos enseres que le permitieron empezar con una pequeña escuela rural. Fue la primera. A esas zonas tan altas no llegaba mucha más cultura que la que traía el párroco o alguna monja que pasaba los veranos e instruía a las mujeres del lugar.

Por aquella escuela empezó a pasar todo el pueblo. Los mas asiduos eran Juanito, que ya tenía once años, aunque iba en pantalón corto y su hermana Sol que ya era una chiquilla inquieta de cinco primaveras. Esos niños les robaban la sonrisa a Maravillas y también las regañinas. Juanito se había convertido en un ávido lector. Su hermana Sol tenía un corazón tan grande que encandiló a todo el pueblo. Limpiaba las manos de los trabajadores que entraban en la escuela y les preparaba un pan con chocolate para poder rendir en  las tareas de escritura. Maravillas se había encariñado de aquellos polluelos. Sabía la historia de su madre. Ella vivió algo parecida en su niñez. Quería darles una buena educación para poderles brindar un futuro provechoso. Juan, el padre, había comenzado a ir a la escuela, a escondidas, cuando la tarde vencía al día. Maravillas le había ayudado a recordar palabras y olvidar las penas. Poco a poco, en menos de una primavera, Juan comenzó a poder expresar sus emociones y poder hablar. Comenzó a cuidar de su ganado , comenzó a cuidar de él. Se afeitó su inmensa barba, se adecentó y se puso manos a la obra con sus quesos. Maravillas le obligaba a leer y escribir a diario. Decía que era el mejor ejemplo que le podía dar a sus hijos. Siempre decía que lo que el alma cicatrizaba se convertía en sonrisa. Era su lema.

El tiempo pasaba en la comarca. La escuela fue creciendo poco a poco. EL tío de Maravillas había fallecido y había dejado un buen dinero. Parte de ello fue destinado a abrir una biblioteca en el antiguo establo. Maravillas se encargaba de traer las lecturas del momento, incluso alguna subversiva para la mente. Esas las guardaba bajo llave.

Una mañana, mientras hacía inventario en la recién estrenada biblioteca, Sol entró llorando y se abrazó a al profesora.

—¡Necesito ayuda, tengo una duda que nadie me resuelve!!Seguro que usted que es tan  sabia y tiene tantos libros, tiene la respuesta.

—Dime pequeña Sol, ¿Qué es aquello que te atribula?

—Cuando yo voy al colegio, la Pura, La Mari , la Sonsoles, todas las madres, son jóvenes. La mía es mayor, y, además, mi padre, es también su hijo. Solo me pasa  a mí. ¿Por qué soy diferente de los demás?

Maravillas se agachó para abrazar a aquella pequeña. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Sol, tú tienes dos madres. Una en el cielo, qué cuida desde allí de ti  y otra en la tierra. Las dos te aman y te hacen especial. A veces no se trata de comprender las cosas, si no de aceptar lo que te toca en la vida. Tu abuela se ha convertido en el ser que te ha ayudado a ti y a tu hermano a florecer. No eres diferente, si no especial. Un ángel cuida de ti siempre.

Las dos se fundieron en un abrazo que pareció durar un verano.

Aquellos niños crecieron hasta la edad de marchar de aquel pueblo que los había visto crecer. Juanito había leído todos los libros que Maravillas le iba proporcionando. Su sueño era estudiar filología y convertirse también en profesor. Sol había encontrado su camino en el noviciado de Santa Teresa. Quería fundar un auspicio para ayudar a todos los niños que se quedaron sin madre por los horrores de la guerra. Ella había perdido una madre, pero había ganado dos. Su abuela y aquella profesora que había cuidado de ella con un amor tan elevado, que era difícil no llamarla mamá.

Juan vivió profundamente agradecido a la profesora, con quien se terminó casando a la edad de cincuenta años. Sus vidas transcurrieron tranquilas. Aquellos abuelos que cuidaron de sus nietos como si fueran sus hijos descansaban en paz junto a su hija.

Una mañana de verano Juanito apareció con su mujer embarazada en el pueblo. La vida volvía a empezar. Azucena sonreía desde el cielo. Sol sonreía en su habitación mientras leía la buena nueva en la misiva que le había enviado su hermano. Juan y Maravillas se dieron fuerte la mano. Juntos habían convertido las cicatrices en tierra para volver sembrar. EL calor azotaba esa mañana. Se sentaron en el banco de la escuela y echaron mano al botijo. Siempre hay agua  cerca que ayuda a pagar la sed.

Zayra Abascal

Mamá PAS, terapeuta consciente y reflexóloga vital con un alma lleno de magia

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