Si te pregunto a qué saben las lágrimas, me dirás que saben a mar…
A mar en furia o a mar en calma, pero a mar.
Y sí… las lágrimas saben a sal, como la nostalgia de un abrazo que no volvió.
Y también saben amargas, como esa pérdida que no termina de acomodarse en la mente ni en el cuerpo.
Pero también saben dulces, como esas que resbalan suavemente por la mejilla de la madre observando al hijo lograr algo.
Y son ácidas cuando brotan desde el rencor o el resentimiento de quien no aprendió a reconciliarse con su pasado.
Saben a nostalgia y a desamores, saben a felicidad desbordada y a metas cumplidas, saben a soledad, a incertidumbre y a secretos.
Hay lágrimas de culpa, pero también de redención, hay lágrimas que abren caminos, liberan espacio, despejan la mente y el corazón. Hay lágrimas que esperan salir y sin embargo están contenidas por una coraza enorme que las ha cristalizado.
Llorar es la química de sanar, las lágrimas emocionales liberan endorfinas, oxitocína y otras sustancias que calman el sistema nervioso. No es casual que muchas veces, después de llorar, venga un pequeño alivio, porque llorar también es sanar.
Y quien te diga que no llores, tal vez no ha probado que el alma también se lava con agua que llorar no es rendirse, sino rendir homenaje a lo que para ti importa que las lágrimas no desordenan, más bien reacomodan, y que contenerlas por temor a parecer débil, es como negar el río a su cauce.
Quien te diga que no llores, tal vez no ha tenido el privilegio de sostener a alguien en medio de una tormenta interna, ni de ver cómo, tras cada sollozo, el cuerpo se aligera… y el alma encuentra espacio.