En la calle siempre escuché que a los afters iban los acabados, los drogados de más, los que no querían volver a casa porque no tenían nada que mereciese la pena. Siempre he escuchado que los afters eran para gente descuidada, que las noches deberían terminar como máximo a las seis de la mañana, una hora en la que todavía una señorita puedo volver a casa con los zapatos puestos. El problema vino luego, cuando conocí a mujeronas increíbles -que no señoritas- volviendo a casa después de la dos del mediodía con los zapatos de tacón más altos que nunca vi y perfectamente atados. Ahí es cuando cuestioné a mi abuela por primera vez, quizás por segunda, ya ni lo sé. El caso es que siempre me recomendaron no ir a ningún after, pues es lo que se esperaba de mí. Sin embargo, encuentro algo poético en ellos. Quizá porque la gente se ha pasado tanto que en sus cabezas ya no hay ruido, pero aquellos salvajes que aún sin ruido todavía tienen algo que decir, aquellos elocuentes que a deshoras siguen disfrutando las canciones, me parecen unos tipos geniales.
“Hay afters tan siniestros que dan miedo”
Realmente cuando pienso en afters no pienso en garitos con olor a metro neoyorquino, gafas oscuras y garrafón, sino que pienso en afters de terciopelo rojo y candelabros, afters en bungalows y palacios de mármol, afters en casas sostenidas en el aire. Gracias a los cruces de la vida y a mis amigos -auténticos animales de la noche- he tenido la suerte de alargar mañanas incluso en aviones. Y claro que mentiría si dijese que en la mayoría de los afters no huelo el morbo y la lujuria, que no contemplo un ambiente denso y algo residual, pues efectivamente hay afters tan siniestros que dan miedo. Hablo de un Smalls en Nueva York, un Jackie’O en Roma, un Jazz en Madrid, un The Block en Tel Aviv; lugares hijos del secretísimo más exclusivo y hermanos clandestinos de la noche, donde la hostilidad huele a peligro, donde todo es demasiado cínico, donde las hijas de los duques coquetean con actores de primera, donde los cantantes se han quedado mudos, los poetas mancos, y los payasos resultan antipáticos. En ellos el declive deja de ser bohemio y pasa a oler un poco a deterioro; los rockeros pierden el sombrero, dejan de comer y se quedan en los huesos.
Sin embargo, también he visto cómo en esos afters sonaban guitarras, cómo se respiraba cariño, cómo desconocidos se hacían grandes amigos y cómo enamorados encendían sus ojos sintiéndose vivos. He visto abrazos que reviven a muertos y sonrisas tan genuinamente buenas, que curan. He visto mil cosas magnas dentro de esa antipatía, mil cosas hermosas dentro de esa indignidad.
“Nadie recuerda esa ocasión en la que se fue a las cuatro a casa”
Ciertamente sé que con el tiempo, los afters me gustan cada vez menos, pero me apasionan aquellos donde te quedas porque quieres conocer más, disfrutar más, saber más. Esos momentos en los que la noche se alarga porque de repente hay personas que merecen tanto la pena, que deseas que no terminen nunca. No me gustan las copas que toca beber para que no queden ahí, no me gustan los bailes porque sí, las conversaciones porque sí, ni eso de posponer la vuelta a casa porque no hay nada mejor que hacer. Milena Busquets dice en uno de sus libros que las cosas buenas de la vida no deberían durar más que lo que dura una buena película o una cena entre amigos. Dice que no deberíamos vaciar todas las botellas de vino, ya que en la vida nos esperan muchas botellas por ser vaciadas, y mil sobremesas interesantes y diferentes. Y yo en verdad coincido con ella, pues me encanta la duración de las películas, y a veces pospongo citas para que duren algo menos, pero creo que en esas noches de fiesta, cuando sales a todo gas y rebelde buscas hasta derrotar tus propias ideas, no hay necesidad de tener aventuras cortas. Todos recordamos las noches en las que el sol nos ha quemado por la mañana, los trances de rumba en los que no entiendes siquiera cómo tu cuerpo aguanta. Nadie recuerda esa ocasión en la que se fue a las cuatro a casa.
Lo garboso de los afters es que todo el mundo puede hablar con todo el mundo o con nadie. Y más allá de todo el gatuperio que suponen, del lío que acarrean y de su poca decencia, lo que más me gusta de ellos es que tienen algo de valientes. Los afters implican la continuidad de algo que ya debería haberse acabado. Implican el decir: “me han encendido las luces en esta fiesta y, sin más dilación, me echan. Vaya cabrones. Ni muerto me voy a casa, me siento demasiado bien como para irme a casa, busquemos otro plan”. Y por supuesto que me da pena quien no se retira porque no se atreve a encontrarse consigo mismo. Me dan pena algunos malditos que se olvidan de sacar a su perro cuando llegan, y entonces me pregunto por qué narices ese tipo de personas tienen perro. Pero los demás, los que quieren irse de after porque saben que la vida es tan perecedera y efímera como es breve, esos no me da ninguna pena.
Esos me caen de puta madre.