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Ruta del bakalao: las hijas de las madres que no quisieron serlo

En 1995 ella tenía 26 años y 11 meses cuando se quedó embarazada. Un par de años antes, en 1993, la ruta del bakalao empezó su declive tras el asesinato de las chicas de Alcasser. Los medios de comunicación dispararon a destajo lanzando documentales donde, a modo National Geographic, mostraban las 72 horas del non-stop de la fiesta valenciana, señalaban un estilo de vida marcado por el consumo de fiesta y drogas sin medida. Con ello dejaban atrás el trasfondo cultural y musical que supuso que a lo largo de una carretera mediterránea se pincharan temas propios del incipiente post-punk y el new romantic mezclados con bases de exquisita música electrónica. Este tipo de evento musical solo podría darse allí o en países de Centro-Europa cuya historia política no estaba marcada por longevas dictaduras y gozaban de una cultura musical más extendida y muy valorada en el resto del mundo. Pero para los medios de comunicación daba igual la reivindicación y el destacado eje cultural que supuso la ruta, lo que importaba era la droga y la miseria de la droga. Empezaba el amarillismo periodístico, los medios haciendo de las suyas, vaya. Así, el punto de mira se puso en las personas que consumían electrónica, juventud, speed y pastillas. 

A finales de 1994 ella se empezó a plantear si su forma de vida era la propia de una chica de su edad. Este pensamiento no fue de cultivo propio dado que el caso Alcasser hizo que en el Estado Español se extendiera el miedo en muchas mujeres jóvenes que se planteaban si el día de mañana podrían ser señaladas como las culpables de sus asesinatos. Ya sabes el: “que hacías tan sola, tan joven y tan de noche”, porque al fin y al cabo las chicas de Alcasser iban solas, ya que a pesar de ser tres, no había ningún hombre con ellas y esto en este país es lo que se ha entendido siempre como “estar sola”. El patriarcado haciendo de las suyas, vaya. 

En 1995, ella se jugó el dar a luz a una persona lanzando una moneda al aire, le hubiera gustado que la moneda saliera cara, pero salió cruz y entonces, conjugo el término y se crucificó. Pienso en lo terrible que tuvo que ser darse cuenta de que chupándote la vida, hay otra vida que no deseas, pero “todos mis colegas empezaron a parir y casarse y yo no sabía qué hacer, tenía 27 años cuando me di cuenta y a esa edad, y en esa época, no estaba bien visto abortar, encima yo tenía un buen trabajo para poder sostenerlo”. Probablemente haya sido de las peores decisiones que tomó mi madre durante la ruta. En la vida hay que tomar muchas decisiones y no siempre se acierta, pero tener un hijx es de las peores putadas que le puede pasar a alguien que no quiso ser madre porque: “No tengas hijos que te joden la vida” dice la mía. Habrá que apuntar la lección. 

No existen suficientes textos, libros, publicaciones, reportajes, dedicatorias en libros, noticias, relatos y artículos que compensen en el imaginario colectivo la existencia de las madres que no quisieron ser madres frente al modelo de la “madre” impoluta, disponible, protectora, pura, virgen… No, no me estoy refiriendo a las malas madres, ya hemos cuestionado, para mi gusto,  lo suficiente este concepto. A ser madre nadie te enseña ni se enseñará, el proceso de cagada propia en la maternidad es único e incuestionable. 

Sin querer desprestigiar al movimiento de las malas madres, hoy vengo hablar de otro colectivo totalmente diferente: el de las madres que no quisieron ni quieren ser madres pero lo son. Me refiero a esas mujeres cuya mejor obra no ha sido tener unx hijx, y cuya experiencia y vivencia en relación a la maternidad ha estado marcada por el desamor, el descontento, el horror y error inolvidable. No hay peor cicatriz que la de tener unx hijx que no quisiste tener. Estas personas existen y son reales y son el antónimo a la canción de de Rigoberta Bandini. Madres sanas, pero también muchas madres enfermas, muy probablemente por una acumulación de malas decisiones que pudo originarse, o no, desde la fatídica gestación no deseada. Mujeres que, sin intención de entrar en demasiadas generalizaciones, fueron y son hijas de la enfermedad mental, del sufrimiento, la culpa y el arrepentimiento eterno. Sinceramente, les beso la pena a esas personas. Tiene que ser horrible tener que sostener una vida que no deseaste. 

Y después…, después estamos las hijas de estas madres. Que también existimos. A lo largo de esta semana ha ido rodando un vídeo en Instagram donde sale en lo que parece un festival de navidad, fin de curso o lo que sea, una niña muy pequeña mirando al público con cara de circunstancia buscando a su familia. Cuando la tierna nena encuentra a lo que entiendo que será alguien de su familia le cambia la expresión y se pone muy contenta. La gente de mi alrededor ha ido compartiendo este vídeo, bien por la ternura que derrocha el mismo, bien para explicar la importancia de la familia, bien para hablar del apego seguro, bien porque es navidad y ya nos está entrando la fiebre de la familia y la unión, o bien sea para lo que les salga del mismísimo coño. No puedo parar de pensar en cuantas veces he sido la niña que no encontraba a su madre en los festivales de fin de curso de mierda, donde para colmo era muy gracioso hacernos bailar en parejas de chica-chico, pero eso es otro tema. Nosotras, somos las hijas de esas madres que no iban a los festivales de ningún fin de nada, las hijas de las madres que te compraban el disfraz el último día si se acordaban o simplemente no lo compraban, las que no iban a por tus notas, ni te hacían el bocadillo para ir a clase, ni sabían quién era tu tutora, tu mejor amiga o la asignatura que peor se te daba. Existen muchas “malas madres” que reivindican la ausencia de todos estos cuidados por una falta de apoyo paterno o bien porque sus vidas están marcadas por una clase social que impide poder lidiar un trabajo precario (y el cansancio que genera este) con unos cuidados sanos. No me refiero a esto. Me refiero a estas madres que escogieron no darle la importancia que tiene la crianza de una persona, simple y llanamente porque criar es el peor tormento que les ha podido pasar. Porque nunca desearon a esa criatura, ni amamantarla, ni protegerla, ni cuidarla, ni mimarla, ni verla hacerse mayor. 

Las hijxs de estas madres, a veces, nos colamos en la sociedad sin aparentar que no tenemos a esa persona que podría acabar con tantas guerras, ni que amarraron con fuerza su cuerpo a nuestra cabeza. A veces nos escondemos y otras no. Escondemos ser las hijas de unas mujeres que nos niegan el cariño incondicional que la sociedad capitalista y patriarcal ha obligado a las “madres” a desear y dar. Escondidas ante los: “pero qué dices, una madre es una madre”, “pero cómo tu madre no te va a querer, que es tu madre” “vamos a ver, que te pongas como te pongas ser madre es un instinto de amor eterno que tienen todas las madres” porque la empatía es un ejercicio difícil si no has vivenciado según qué cosas. Supongo que quien ha sentido la incondicionalidad de una madre es incapaz de vestir este traje del desapego que me pongo todos los días cuando me tomo el café. 

Otras veces, las hijas de las madres que no quisieron tenerlas, destacamos por ser seres que van como pollo sin cabeza en una sociedad que no abraza a las desprotegidas. Somos absentistas, somos embarazos adolescentes, somos violentas, somos depresivas, somos delincuentes… Otras veces también somos seres funcionales, hipervigilantes de nuestros actos por la ausencia de límites durante la crianza (y ya sabes, si no te ponen límites durante la infancia, los límites te los pones tú y a ver quién tiene coño a jugar con eso a vivir), personas que cenan el día de navidad con sus amigas sin queja y con orgullo. Las que cuando van de viaje a algún lado y aterriza el avión no avisan a nadie bien acostumbradas a cuidarse a sí mismas. Hijas de madres que no quisieron ser madres hay de todo tipo de colores y sabores. Y con sus más y sus menos, aquí estamos, cargando a nuestras espaldas el saber que somos la putada más grande que le ha pasado a alguien. Hijas del apego ansioso, evitativo o desorganizado, de la falta de cuidados y de la distancia emocional. Sinceramente, solo escribo esto por si a alguien le da consuelo saber que no está sola, como todo en el feminismo. 

Nadie que no haya atravesado esta situación, la de ser la madre que no quiso ser madre, ni la de ser la hija cuya madre se arrepiente de haber tenido, puede entenderlo. Por el rollo este de “una madre es una madre”. Bien, existen finales felices sin relaciones satisfactorias. Viva la familia que se elige. Ojalá solo ser una redactora con un mal día, un cabreo momentáneo o profundo con su progenitora, una desagradecida, una malintencionada o un troll machista que se quiere meter con las mujeres, pero no. Hace años que analizo en demasía quién soy yo, quién es ella y qué somos las dos en conjunto: dos chicas con poca fortuna. Ella, una madre que no quiso ser madre, ni disfruta de serlo, la que lo sufrió, se arrepintió y quiso desaparecer pero no lo hizo por terror al remordimiento extremo. Yo, una hija con una madre en cuerpo pero no en alma. 

Y entonces, mientras se crean referentes e historias que contar sobre nosotras, os espero con un aka 47 matando la falta de apego, el síndrome de la impostora, el victimismo, la canción de Ay mamá y las chicas Gilmore. Le beso la pena a todas las madres que no quisieron ser madres y le beso la pena a todas las hijas que fueron el peor error de sus madres. 

Tengo 27 años y 1 mes en 2022 y no estoy embarazada. En 1995 es la fecha en la que mi madre data su particular harakiri, su embarazo, mi nacimiento. En 1996 cerró Spook, su discoteca favorita y la catedral de la electrónica valenciana. Y esa, es la fecha del fin de la ruta del bakalao, según lo que se data en la entrada de Wikipedia. Y esa, es la fecha del fin de lo que mi madre recuerda como “el mejor momento de su vida”. Que vivan las pastillas, rojas, verdes y amarillas. 

Teresa Rincón

Sexóloga de profesión, pero sobretodo callejera y feminista postmoderna.

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