Octubre es el mes de las escritoras. Las librerías se llenan con estanterías dedicadas a nuestro arte. «Pasillo 1: literatura clásica; pasillo 2: literatura femenina». No somos una sección aparte, una moda, una fecha perdida en la caducidad amarillenta del tiempo. Nuestra literatura también es universal. Pero todavía hoy seguimos luchando por aparecer de forma equitativa en los listados de las instituciones educativas. Me escribe hace unas semanas una compañera, profesora de Lengua y Literatura de un instituto: «otro año más, los mismos de siempre». Se suceden ante mis ojos un sinfín de nombres masculinos que todavía recuerdo con una descorazonadora sensación de injusticia.
Me da vergüenza reconocer que, hasta hace cinco años, cuando empezó a brotar en mí el germen de la literatura como oficio, no había hecho todavía el ejercicio político de revisar los libros que había en mi librería, las editoriales a las que pertenecían, la autoría de dichas obras. Comprobé que el 90% de esos ejemplares estaban escritos por hombres, es decir, llevaba veintiocho años ignorando a la mitad de la población. Siendo yo mujer. Siendo yo, además, una mujer que quería dedicarse a escribir.
Cuando acudo a encuentros literarios, el síndrome de la impostora es uno de los temas que siempre surge. Entre mis compañeras, es el vómito de palabras que arrastra el linaje herido del que venimos, ese sentimiento perpetuo de sentirnos siempre fuera de lugar, incluso si lo que nos está aconteciendo es algo extraordinario, fruto de nuestro esfuerzo y labor. La estadística no miente: el síndrome afecta al 70% de la población, especialmente a las mujeres. Concretamente, a dos de cada tres. Eso es una barbaridad.
«He publicado un librito».
«Bueno, yo solo escribo mis cositas».
«Me da vergüenza que alguien lea lo que he escrito».
Basta.
Lo curioso de todo es que, cuando alguna compañera confiesa en voz alta no tenerlo, lo hace también con pudor y cierta renuencia. Porque sabe que, lo que viene tras esa revelación, son las caras de desaprobación del resto de los oyentes. «Y esta, ¿qué se cree? Si no escribe tan bien». De nuevo, parece que en nosotras no basta con ser buenas, se nos exige, además, ser extraordinarias. Por supuesto, siempre va a haber alguien que escriba mejor que tú. Pero ¿significa eso que no tienes derecho a sentirte orgullosa de lo que narras?
«Es que las mujeres somos muy envidiosas».
«El peor enemigo de una mujer es otra mujer».
«A malas no nos gana nadie».
Estos son solo algunos de los mensajes que he recibido por privado en los últimos días. Mensajes, todos ellos, escritos por mujeres.
Vamos a pararnos a pensar unos minutos únicamente en por qué nos cuesta tan poco señalar con tanta facilidad a nuestras compañeras, enjuiciándolas vilmente, y por qué, a pesar de todo, seguimos defendiendo a las instituciones que nos han ignorado drásticamente en lo ancho de los siglos.
¿Por qué seguimos justificando al sistema que nos oprime?
Quiero un mundo en el que nuestras hijas no sigan sin referentes.