Ella pasa casi todos los días a su lado, sin compadecerse, pero con un gran sentimiento de ternura. Sin dejar de pensar en su vida anterior. Anterior a llegar aquí. Anterior a sus actuales circunstancias. Anterior a la crudeza. Anterior a la soledad. Anterior al desamparo. Anterior a la falta de afecto. Anterior a la incomprensión. Anterior a la discriminación. Anterior a la ignorancia. Y en cierto modo formando parte de toda su desidia. Sin hacer nada al respecto. Nada, salvo arrancarle una sonrisa cada mañana.
Antes de llegar donde ella sabe que estará, su cuerpo se prepara el matutino ritual, se pone automáticamente la sonrisa en sus labios, siente como sus ojos se achinan y brillan, aclara su garganta, para acompañar el saludo con un alegre tono de voz y hay una emoción sincera en esos buenos días.
Y ella no sabe cómo se sentirá él, pero al verle sonreír se siente feliz. E imagina que por un momento él también lo será.
No puedo dejar de imaginar lo duro que debe ser la soledad de quien vive en la calle. Puesto que la sensación inexistente de hogar debe ser equitativamente comparable a la sensación de abandono por todos y todo lo que te rodea.
Tu casa, si es que acaso puede llamarse así, es aquel lugar por el que los demás transitan haciendo su vida, sin plantearse ni por un segundo la existencia de aquellos cuya vida se paró para dejar de pertenecerles.
La mirada ajena y condescendiente en el mejor de los casos, es lo más parecido al trato humano y cercano. Ya no me planteo siquiera la ausencia del calor de un hogar, o el frío absoluto de la acera, los bancos o el asfalto. Es el éxodo del afecto humano. Implantado como el peor de los castigos, sin saber si quiera por ninguna de las partes cual es el delito cometido.
Mi mente vaga, imaginándome vidas anteriores. Momentos concretos de felicidad con amigos y familia. Y no puedo atisbar a imaginar si el recuerdo de algún tiempo vivido pasado puede en forma alguna alimentar sus almas. He visto gente llegar a mi ciudad y enloquecer. E imagino la de conversaciones frustradas en sus cabezas, con el mundo y con ellos mismos. La sensación de fragilidad. La frustración. El crecimiento del odio hacia los demás, el nacimiento de la locura como método de defensa.
¿De qué manera afrontas una realidad tan desoladora? ¿Qué es la vida cuando pierdes el control absoluto sobre ella? O quizás habrá algo liberador para la mente. ¿Cómo somos capaces de transitar los demás por nuestras vidas sintiéndonos ajenos a la posibilidad de que pudiera ocurrirnos a nosotros? ¿Ignorarlos a ellos es nuestra forma de sentir que jamás podríamos estar en esa situación? ¿O es que realmente llegamos a acostumbrarnos como si se tratase de un virus que coexiste en las ciudades del cual nos hemos inmunizado y pasamos por su lado pensando que nunca nos podrá afectar?
Tras las cábalas, que duran ese breve instante, el mismo que dura compartir algo tan usual como un saludo, en este caso con otro ser humano que queda despojado de tal título al pasar a ser mal llamado indigente, probablemente con la intención de marcar una distancia social que nos haga sentirnos mejores en nuestro día a día, mientras sencillamente los ignoramos e incluso en muchos casos los despreciamos y degradamos, nos despedimos. Y la vida de ambos continúa. La mía sumida en la inercia y el caos de mi propia cotidianeidad de esta era productiva y capitalista en la que estamos embebidos. La de él en la quietud del tiempo, siendo testigo de la vida de los otros, mientras la suya pareciera estar detenida o como mínimo fracturada por las circunstancias. Las mismas que nos parecen tan lejanas y de las que, aparentemente estamos a salvo.