Si bien mi visita a urgencias logró calmar mis temores sobre la trombosis, el dolor en mi costado derecho seguía presente y continuaba sin un diagnóstico. A la semana siguiente, tuve una cita telefónica con mi médico, quien después de escuchar los síntomas me pidió que me presentara en el consultorio; necesitaba realizarme otros estudios. Habiendo sufrido con la ya mencionada molestia por más de un año, había tenido tiempo de sobra para crear escenarios llenos de drama en mi cabeza. Sin duda por causa de esos mismos escenarios me negaba a consultar a un médico. El miedo era tal, que prefería vivir con la intranquilidad de la ignorancia por tantos meses, que con una posible triste realidad.
Mientras esperaba en el consultorio lleno de sillas vacías a que el médico me recibiera, podía sentir cómo los latidos de mi corazón se aceleraban y retumbaban en mi cabeza. Miré el televisor que repetía en continuó y sin sonido las noticias del día. La pandemia y sus consecuencias era siempre la noticia principal. Saqué un libro de mi bolso intentando leer para distraerme y no seguir alimentando la imaginación con tantos finales trágicos. Me costaba respirar; por momentos tenía que jalar con dificultad el aire que se hacía cada vez más enrarecido detrás de mi barbijo. Cuando la asistente del doctor se detuvo frente a mí, traté de sonreír y conversar como si nada sucediera. Pero mi presión arterial me delató. Hasta me preguntó si sufría de problemas de presión alta.
Después de varios estudios físicos, el doctor ordenó algunos análisis sanguíneos y terminó la consulta diciéndome que me vería la siguiente semana. Agregó que no podía darme un diagnóstico aún porque prefería esperar los resultados de mis análisis, pero que por lo pronto y para mi tranquilidad, él no veía ningún problema que fuera de gravedad. Con las manipulaciones que me había hecho pudo descartar problemas neuronales o en mi columna.
