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María Luisa, te voy a contar un cuento

Subía andando por Miguel Ángel cuando el semáforo me invadió las pupilas de rojo, entonces sentí la ausencia de la cabina telefónica donde me encerraba para llamarte cuando tú vivías en mi ciudad natal y yo empezaba a familiarizarme con la tuya.

Algunas cabinas deberían permanecer intactas, como patrimonio de la humanidad. 

Estoy de pie frente al semáforo. El tiempo ha transcurrido como una hemorragia desbocada. Han pasado 28 años. Una vida. Un fragmento de vida. Casi la mitad de mi vida. Un recuerdo que me invadió con ganas de llorar. Llorar de orgullo, de plenitud, de satisfacción, de todas las sensaciones que sustentan el resultado de la mujer que soy gracias a ti. Solo a ti. 

El semáforo se pone en verde. Presa de sentimientos encontrados celebro que ya no necesito una cabina para hablar contigo porque el destino decidió juntarnos hace 12 años. 

En un contexto diferente, atrapada en otro vértice de mi reflexión peatonal, entendí que lo difícil no es perder algo sino escoger el momento para perderlo.

Las despedidas que dejamos acumuladas en los azulejos de Cruz Diez son infinitas. Quedaron contenidas en aquel mosaico cromático que fue testigo de nuestras lágrimas, nuestras promesas, tus consejos y mis propósitos. Siempre marchándome con una maleta rebosante, absolutamente innecesaria, como casi todas las cosas.

Algunas despedidas llegan tarde, otras se adelantan mientras que la mayoría se aferra al fenómeno del destiempo. La nuestra fue en 2007, entonces no sabíamos lo que vendría después, desconocíamos la vida que teníamos por delante, un parto que duró 14 horas, porque en eso, como en muchas otras cosas, me dio por imitarte. La llegada de tu único nieto que nació en Madrid, como tú. Las coincidencias, las consecuencias, las casualidades, las causalidades, la vida después de la vida, el amor después del amor.

El tiempo, ahora tan presente en nuestras conversaciones, es subjetivo, es contrariado, es eterno, efímero, justiciero y traicionero, pero generalmente hemos congeniado. Pocas veces se ensañó conmigo asaltándome en una encrucijada. Tampoco me ha acorralado entre espadas y paredes porque casi siempre me han pertenecido, como documentos intransferibles, como una verticalidad de concreto dictatorial en mi beneplácito, y eso también lo aprendí de ti. A ser dueña de mis decisiones y sus consecuencias.

El tiempo no me atemoriza, no supone un componente asfixiante. Guardo admiración por las personas que no se ahogan en sus tinieblas, en su vorágine, en los supuestos trenes que se esfuman con él. Ser rehén del tiempo está en contraposición con la inteligencia y por consiguiente, con la libertad, y tú me enseñaste a ser libre, y yo se lo he enseñado a tu nieto. La ausencia de libertad es frenética y cardiovascularmente triste. 

A colación de la vida, la libertad y el tiempo, existe el arte de cometer prodigios y desastres a partes iguales, es el único proceso viable dentro de la evolución consciente donde la pérdida es intrínseca. Perder aviones, llaves, sillas, ciudades, oportunidades, ascensores, puertas corredizas en algún metro de alguna ciudad. El inexorable acto de perder forma parte de la existencia. Tú me enseñaste a “perdonarme la vida” mientras otros me condenaron por ello aferrándose al clavo ardiendo de la ignorancia que infravalora el arte de perder, exonerando la capacidad de entender que todo lo que pasó se ha ido, pero lo que queda es mucho más.

Miguel Ángel se difumina detrás de mí. Cruzo Martínez Campos y me detengo un instante en la casa de Sorolla. El silencio me invade nuevamente y pienso que quizás, sin querer, me enseñaste a ser distinta, a brillar diferente inculcándome valores añadidos dentro de renglones comparativos que no debemos sacar a colación porque no sería elegante. 

Me leías antes de dormir. Te oía susurrar “Margarita, te voy a contar un cuento” y yo soñaba con elefantes de marfil, con palacios de diamantes y con prendedores bordados de perlas. 

Me enseñaste el oscurantismo de Goya mientras me conducías de tu mano por un Prado que hice tan mío como tuyo. También me llevaste a ver las rejas milenarias que privaron de libertad a Juana, que desde tu punto de vista no estaba ni tan cuerda ni tan loca, quizás sencillamente estaba viva. Desde entonces, me aficioné a sus biografías. 

Me guiaste, me escuchaste, nunca me descalificaste, me acompañaste, me leíste, me explicaste la vida, me amaste incondicionalmente y remendaste con amor todas las veces que tuve que ser zurcida. 

Margarita, está linda la mar,

y el viento 

lleva esencia sutil de azahar:

tu aliento.

Ya que lejos de mi vas a estar,

guarda niña, un gentil pensamiento 

al que un día te quiso contar un cuento.

Marie-Claire

CEO de su empresa y de su vida. Apasionada de la lectura y la escritura.

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