Pongamos que hablo de Madrid, cruce de caminos, anhelo del mar, patria del fugitivo y engaste de uno de los barrios más conocidos de Europa por su sencilla bonitura: Malasaña, cuyo nombre se escribe con eme de modernidad y de movida, de mayo y de maravillas, pero muy especialmente con eme de mujer.
Malasaña es puro cuerpo, pero cuerpo femenino. Todo en él es apertura a la mirada sorprendida, labios en sonrisa y brazos tendidos a la pluralidad de colores, lenguas y estilos que van a converger en el ojo ciego de una plaza en la que dos convidados de piedra, Daoiz y Velarde, se sostienen en una lucha lejana contra el enemigo francés con un gesto más de complicidad y abrazo que de violencia. Pero eso es solo el “dosde”, vórtice de un huracán humano diario, corazón de un laberinto que apenas se transite se llena de nombres de mujer, rúbrica de la feminidad de la piel viva que representa. Ya la poeta Ana Rosetti, independizada de su “Chico Wrangler”, reiniciará en abril el proyecto en el que se adentró hace años de tantear la presencia medular de las mujeres en el barrio, tal vez siguiendo las migas de pan de las palabras de Clara Campoamor, que dedicó su trabajo a que fuera posible encontrar a las mujeres en todas partes, y no solo en los lugares a los que los hombres iban a buscarlas. Y allí parecen estar todas, en la ubicuidad sociocultural que el barrio representa, babel cotidiano, edén proclamado por muchos como la vecindad más bonita de Madrid, principio y fin de estas líneas.
Bordadoras, literatas, maestras, pintoras, periodistas, madres, políticas, actrices, estudiosas, artistas y hasta espiritistas han tenido en nómina sus calles, féminas todas ellas independientes y tenaces, con el descaro propio del empeño en la tarea de ejercer la libertad natural. Mujeres que ya fueron maravillas antes de ser Malasaña, deudoras de tal término en el origen del barrio, que debió su nombre a la talla de Nuestra Señora de las Maravillas que presidía el Convento de las Carmelitas y que perduró durante siglos hasta que la loca casualidad de los años ochenta fue a dar en la denominación que hoy tiene. Porque, a la manera de una caprichosa sinécdoque, se dice que fue en plena movida cuando los jóvenes cambiaron el nombre del barrio por el de una de sus calles, la de María Malasaña, mártir del infortunio, joven costurera protagonista de la intrahistoria del 2 de mayo de 1808 junto a Benita Pastrana, Clara del Rey, María Beano y muchas otras que perdieron la vida en el levantamiento popular contra los franceses. Señoras de rompe y rasga que sí pincharon y cortaron, como las tijeras que María llevaba escondidas y no tardó en empuñar frente a unos soldados que intentaron propasarse con ella, hecho que le costó la vida.
Ese fue solo el comienzo, el epicentro de una imparable espiral en la que florecen nombres de mujeres que desde el siglo XIX hasta ahora motean las calles del barrio formando una trama de conquistas realizadas en muchas ocasiones a la sombra de un hombre, y las más, a pesar de ellos. Su historia silenciada de pronto carraspea, alza la voz y se levanta reconstruida para mostrar el rostro en sepia de unas Penélopes que decidieron renunciar a tejer los telares de la resignación para dar un salto sin red a la modernidad que no las esperaba y aún así no las pudo dejar caer al vacío de la memoria. Ahí se asoman las escritoras Rosalía de Castro, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Rosa Chacel; ahí la comedianta Loreto Prado, la espiritista Amalia Domingo Soler; ahí María Isidra de Guzmán, primera mujer doctorada en España, y Francisca Sánchez, pareja de Rubén Darío, madre de cuatro de sus hijos, inspiradora de los “Cantos de vida y esperanza” y custodio de su obra durante cuarenta años; ahí las pioneras del feminismo Clara Campoamor y Concepción Arenal junto a dos de las Trece Rosas, Blanca Brisac y Julia Conesa; ahí la telegrafista, periodista y escritora Consuelo Álvarez Pool, Violeta, y la librera de San Bernardo, Felipa Polo, famosa por dejar en préstamo libros de texto a estudiantes con pocos recursos económicos.
Ahí Giulietta Colbrand -o Julia Espín-, que más allá de ser la musa de Bécquer fue una soprano reconocida a nivel mundial; y ahí la Pardo Bazán, no solo escritora y crítica, sino también primera presidenta de la sección de Literatura del Ateneo de Madrid, defensora de la independencia económica de la mujer y dama de perfil liberal que solía citarse con Pérez Galdós a la puerta del Convento de las Carmelitas. Ahí también Carmen de Burgos, Colombine, primera mujer reconocida como periodista profesional en España, corresponsal de guerra, traductora y escritora que luchó activamente por la legalización del divorcio y la igualdad de derechos frente a las pacatas normas que impedían el acceso de las mujeres a espacios considerados masculinos y que habría de regentar junto a Ramón Gómez de la Serna la famosa “Tertulia modernista”. Y ahí María de la O Lejárraga, eslabón perdido de la memoria literaria, maestra, fundadora de la Asociación Femenina de Educación Cívica, escritora en la sombra, Diputada a Cortes por Granada, mujer luchadora en el injusto silencio de un país incapaz de poner su nombre a las obras que, aun escritas por ella, todavía siguen apareciendo firmadas por el que fue su marido, Gregorio Martínez Sierra.
Y ahí están otras como Alaska, Ouka Lele, la cantante punk Ana Curra y la artista Margaret Modlin, que se autoproclamó hasta su muerte en 1998 “la mejor pintora del apocalipsis”; todas ellas malasañeras, todas ellas maravillosas y únicas, representantes de aquella “Nueva mujer” surgida en las orillas del siglo XX, seres independientes y luchadores, señoras ajenas al estereotipo, liberadas de cualquier atadura o límite; mujeres sabedoras de su talento y necesitadas de vivir su propio destino, de caminar descalzas sobre esa misma pasión que, según Concepción Arenal, “para el hombre es un torrente, para la mujer un abismo”. Hilos de Ariadna todas y cada una en el laberinto colorido de las calles de un barrio que, al igual que ellas hicieron en un tiempo que les fue ajeno, hoy en día se deja ser y estar en el caleidoscopio de sus tribus y el corazón asaltado de individuos, instantes, espacios, edades y miradas. Cuerpo vivo, cuerpo femenino abrazado por el fuego, aire y tierra del Madrid de Machado, “rompeolas de todas las Españas” por cuyas mujeres Malasaña se hizo mar.
Enhorabuena por el artículo.
Todo un placer su lectura.
Muchos recuerdos del barrio.
Un artículo con sabor a literatura y esperanza de convivencia, como el propio barrio. Gracias por recordarnos que pronto volveremos a recorrerlo.