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Los propios, los ajenos y el patriotismo

Al menos una vez al día me encuentro con personas que interpretan el comportamiento animal desde parámetros exclusivamente humanos: el gato “se venga”, el perro “escucha pero no obedece”, los peces “idiotas” comen los excrementos de los hipopótamos, y el león “cruel” mata a las crías de otro macho. Evaluamos todo según nuestro desarrollo intelectual y ético. Sin embargo, en muchas situaciones de la vida seguimos siendo animales. A veces, eso es maravilloso. Pero también existen momentos, en que alguien con mayor conocimiento de esta parte instintiva, puede usarla en su beneficio. Lo sé porque ya lo viví en carne propia, dos veces en mi vida.

Probablemente, hayas oído hablar de la supuesta generosidad de los animales. Nos gusta creer que existe. Nos da esperanza. Esperanza de que incluso entre los humanos aún quede algo incondicional. Pero en realidad, la mayoría de las formas de altruismo animal no son más que estrategias sociales, de especies que viven en grupo. Como nosotros.

En especies solitarias, estos comportamientos prácticamente no existen. Ver a un zorro adulto sacrificarse por otro es algo muy raro. Algunas especies, como los pulpos, mueren después de reproducirse, para proteger su descendencia. Aunque incluso aquí hay una condición: esto suele ocurrir solo si las crías pueden sobrevivir sin los padres. De lo contrario, el sacrificio carece de sentido biológico.

Pero los hay que van más lejos. Por ejemplo, ciertas especies de hormigas del género *Camponotus* o *Colobopsis*, que habitan los bosques tropicales del sudeste asiático, tienen glándulas llenas de una sustancia pegajosa y tóxica. Cuando una de ellas siente que su colonia está en peligro, contrae sus músculos hasta que su abdomen explota, liberando el líquido sobre el enemigo y matándolo. Sí, tal como suena: una kamikaze. Muere, pero salva al grupo.

Este sacrificio tiene lógica biológica: el individuo se inmola por sus familiares. La clave está en eso —son *parientes*. Hay un claro mecanismo de identificación entre “nosotros” y “ellos”, incluso dentro de una misma especie. Y aquí empieza lo más interesante.

Un ejemplo fascinante: los chimpancés. A veces agresivos entre sí, pero cuando sienten una amenaza externa (otra manada), se vuelven más solidarios, se acercan físicamente, se acicalan con más frecuencia y reducen los conflictos. En otras palabras, se unen para hacer frente al enemigo común. Seguramente tú también lo has vivido: esa unión casi instintiva que sentimos cuando percibimos una amenaza hacia nuestra “manada”, por muy diversa o conflictiva que sea.

Todo esto sería admirable… si no fuera por una pequeña trampa. Estos mecanismos se pueden usar para manipularnos. Porque, como animales sociales, necesitamos pertenecer a un grupo. Incluso los más solitarios. Esa pertenencia da sentido, dirección y valor a nuestras vidas. Por eso nos unimos en asociaciones, equipos de trabajo, comunidades online.

Pero ¿qué pasa si quien lidera ese grupo lo hace por interés propio? No solo para reunir personas con objetivos comunes, sino para usarlas como fuerza contra otro grupo: una competencia, un país, una comunidad rival. Da igual si quiere robar una base de clientes o invadir un territorio. Usará los mismos pasos.

Primero: inflará la amenaza externa. Repetirá una y otra vez lo injusto que es el otro grupo, lo peligroso, cómo nos perjudican, etc 

Segundo: bajará la agresión interna. “Tenemos que unirnos por la victoria / la causa / la salvación”. Tercero: reforzará la cohesión interna con discursos sobre “familia”, “hermandad”, “unidad”.

Hasta aquí, parece inofensivo. ¿Qué hay de malo en unir a un grupo? Pero si el objetivo es más ambicioso —y a veces lo es— entonces ese grupo se transforma en una herramienta. O mejor dicho, en un arma. Y solo falta quitarle el seguro.

A diferencia de otros animales, los humanos no solo distinguimos entre propios y extraños por el olor o la conducta. Lo hacemos también mediante palabras, símbolos, ideologías. Aunque en general somos criaturas pacíficas (al menos como individuos), para que lleguemos a la violencia, primero hay que desactivar ciertas barreras internas. Y eso se logra a través de la deshumanización del otro.

Ahí es donde empieza la propaganda: enemigos comparados con plagas (“ratas”, “cucarachas”), enfermedades (“virus”, “cáncer”) o bestias salvajes. Todo con un solo fin: que dejen de parecernos humanos. Porque es más fácil odiar, atacar e incluso matar a quien ya no reconocemos como igual.

El patriotismo, por ejemplo, puede convertirse en una poderosa herramienta de manipulación. Sirve para unir al grupo, claro. Pero también para:

* Exagerar el peligro externo.

* Fomentar una lealtad ciega a los líderes.

* Castigar cualquier duda o crítica como traición.

* Justificar sacrificios personales y limitaciones de libertad “por el bien común”.

Un ejemplo brillante de esto es la película alemana *La ola* (Die Welle), inspirada en hechos reales. Narra cómo un profesor realiza un experimento social en su aula para mostrar lo fácil que es instaurar una dictadura. Está basada en “La Tercera Ola”, experimento real realizado en 1967 en una escuela de California. La conclusión fue clara: incluso en democracias modernas, basta poco para activar nuestros instintos más primitivos de obediencia, pertenencia y exclusión.

Y no, no quiero convencerte de que dejes de amar a tu país, a tu barrio o a tu equipo. Lo que me preocupa es que, con mecanismos tan simples y antiguos, podamos ser transformados en piezas de una maquinaria peligrosa. Regresando millones de años en nuestra evolución.

Quiero creer que si entendemos lo que hay detrás de ese comportamiento, nos será más fácil pensar con claridad. Detenernos a tiempo. Y seguir siendo humanos, incluso con nuestra alma animal.

Oksana Galán

Especialista en comportamiento de animales, escritora y autora de libros y guías sobre comportamiento de animales, fundadora de la marca de accesorios para perros y gatos Biointellect.

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