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Las invisibles salvan la Navidad

Muchos de los mejores recuerdos de mi infancia son en la mañana de Reyes —sí, mi casa era muy española en eso—, con el frío de los azulejos de terrazo entrando por los calcetines y mi sonrisa ensanchándose al ver el sofá del salón cubierto de magia. Papeles de colores, cintas enroscadas y sobres con dedicatorias escritas a mano por sus Majestades de Oriente, también conocidos como: mi madre. Una mujer tras el alias de tres señores; vamos, lo opuesto a Carmen Mola.

Mi padre fue un buen hombre, uno de esos raros de encontrar, pero nunca organizó ni una sola festividad. A lo sumo hizo de paje para comprar alguna muñeca a la vuelta del trabajo, porque le pillaba de paso, pero poco más. La Navidad en todo su conjunto, desde la sopa de Nochebuena hasta la firma de Baltasar, siempre se ha construido sobre el esfuerzo, el tiempo, el dinero y la salud de las mujeres del hogar.

Muchos hombres piensan que si sus esposas fallaran, dimitieran o se hartaran de sostener el tinglado, ellos reaccionarían con diligencia y “salvarían la Navidad”, como tanto les gusta mostrar en esas películas invernales en las que los papás son héroes disfrazados de Santa Claus. Sin embargo, cuando mi madre cayó enferma, con ella se apagó la magia.

Ahora me veo en la cocina de mi suegra, preguntando si hay algo con lo que pueda ayudar. Las ollas silban, las sartenes crujen y los cazos borbotean. Le doy vueltas a un cucharón, lleno de agua una cafetera, pico una zanahoria, saco de un armario la vajilla buena. Hay sonidos de manos y gritos de nombres que terminan en “a”. María, Sofía, Celia, Alejandra.

En algún momento, una mujer llena de canas teñidas se derrumba en una silla y jura que dentro de poco la van a enterrar, que ella se deja morir ahí, que nadie le hace ni caso, que todo eso da igual. Quince minutos después, esa misma mujer sirve dos bandejas en una mesa en la que los hombres beben cerveza. Ellos ríen y hacen bromas y sueltan tacos y le dicen que todo está muy bueno pero que falta pan y ella agradece el cumplido y se vuelve con el corazón lleno y la tripa vacía a su madriguera de humo, grasa y condimentos.

El mundo le ofrece tan poco a tantas mujeres, que a muchas solo les quedan estos días del año para demostrar. Demostrar su valía, su amor, su utilidad. Mujeres con la espalda dolorida que dejaron sus trabajos, sus aficiones y sus vidas para ser las esposas, abuelas y mamás de otros. Mujeres a las que hace años que nadie llama listas, graciosas, guapas. A las que hace años que nadie llama. A las que hace años que nadie ama. Si te enseñaron que debes callar y servir, servir y callar, aprendes a hablar por medio de la ofrenda.

Pulir la plata, montar el árbol, poner las luces, hacer la compra, elegir los regalos, llamar a los invitados, cuadrar las fechas, responder al Whatsapp, ir a la pelu, vestir una faja, maquillar las ojeras, abrir la puerta, arriar la sonrisa, mendigar abrazos, acompañar al salón, encerrarse en la cocina y negarse a salir en la foto.

Siempre negarte a salir en la foto.

Porque por mucho que les hagas, les regales, les prepares, les cocines y les entregues, hace años que ningún hombre te llama guapa y solo eso basta para hacerte sentir fea; por lo que prefieres ser invisible.

¿Cuántas mujeres, a partir de la mediana edad, se vuelven invisibles?

Demasiadas.

Cada Navidad me debato entre acomodarme junto a ellos por principios o unirme a ellas tras los fogones por sororidad. Porque sé que lo que no hacemos nosotras nadie más lo hará. A veces desearía que nadie lo hiciera y ya está. Pero para mí es fácil decirlo porque tengo muchas cosas que me hacen sentir valiosa, amada y útil. Tangible. Tengo más que dos días al año para demostrar.

Me dan ganas de gritar nombres que terminan en “o”, de arrebatar latas, de levantar culos. Ganas de arruinar la fiesta y decirles a todos esos buenos hombres, de esos raros de encontrar, que sé que son buenos pero que sus bondades sin acciones dan igual. La intención no debe confundirse con responsabilidad. Me dan ganas de regañar. Y justo por eso no lo hago, porque tienen suficientes pelos en el cuerpo como para que una chavala se les ponga a maternar. Porque deberían ser ellos quienes hicieran por iniciativa propia, en lugar de esperar a ser enviados a salvar la Navidad.

Llegado un punto mi marido enciende la chimenea y mi cuñado la barbacoa. La carne chisporrotea y cuando es servida en una mesa repleta de bandejas, ese es el único plato por el que se aplaude. Hay más de diez personas reunidas pero solo se escucha un vozarrón grave que repite las mismas historias sobre su vida, haciendo a su vez de caballero, rey y juglar. Yo le pregunto a mi sobrina en bajito, casi como un ruego, que qué tal está. Por favor, sálvame de tanto ego, de tanta batallita, de tanta masculinidad.

Cuando el vino se acaba y los envoltorios de polvorones se esparcen sobre el mantel, igual que la piel mudada de una serpiente, un tío alza una copa de cava y hace un brindis. Hora del pago, del peaje, de la tradición, del ritual que garantiza que el año que viene el teatrillo sea igual. “Gracias, matriarca, por este festín, por estos regalos, por esta atención. Gracias a ti y a nadie más”. Todo buen amo sabe que una pizca de benevolencia es cuanto necesita el siervo para seguir bruñendo sus grilletes, cadenas, esposas. Migajas de atención y mazapán. Se cacarean mil y unas alabanzas en su nombre terminado por “a”, y la señora se atusa el pelo de la pelu que ahora huele a frito, se seca las lágrimas de rímel y da gracias al cielo por tener una familia tan maravillosa.

Gracias por agradecerme, gracias por quererme, gracias por verme. Sois mi mayor regalo… aunque os haya envuelto yo. Feliz Navidad.

Alessandra Alari

Escritora de desvaríos, Directora de Arte y eterna autodidacta. Sobrepiensa tanto que necesita donar sus reflexiones de segunda mano para hacer hueco mental. Llévate las que quieras, son gratis.

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