Son las 9:09 de la mañana.
Llego tarde.
Valencia con lluvia es Vietnam pero con badenes.
Ayer no le di muchas vueltas.
Las justas para no arrepentirme y cancelar misión.
Hoy estoy aquí. En la sala de espera.
Entra una pareja de unos setenta.
Dicen “buenos días” con una alegría que parece recién sacada del horno.
Qué monos, pienso.
Y lloro.
Lloro sin control, como si me hubieran dejado en el altar o me hubieran quitado el postre.
Intento disimular, pero no hay manera.
Me miran. Claro que me miran.
Ya está, la dramática.
—¿Puedes parar? —me digo.
—¿Pero tú te das cuenta de que estamos enterrando nuestro sueño de tener una niña? —me contesto.
Mi cerebro es un reality show y yo soy todas las concursantes.
Frente a mí, una familia con bebé.
Recién nacidos por todas partes.
Dudo: ¿me levanto y me voy?
Todavía estoy a tiempo.
Vete Amparo.
No.
Llevas un año con esto.
Por fin estás aquí.
Aunque si se retrasan mucho en llamarme…
Igual es una señal del destino.
El destino tiene mucho sentido del humor.
Suena el móvil.
Isa.
Me pasa un link de un camping en Tarragona:
“Os va total”.
Le contesto:
“Tía, me pillas en la sala del gine para ponerme el DIU.”
Y añado:
“Y me está entrando una tristeza pensando que nunca voy a ser madre de una niña que estoy por levantarme e irme.”
Isa responde con su magia habitual.
Lo justo para que me calme.
Siempre lo consigue.
9:48h
consulta 25.
Me llaman.
Me levanto como si fuera a confesar un crimen.
—¿Qué tal? —dice el ginecólogo.
—Llevo un año intentando cuadrar tu agenda con mi regla, así que pónmelo antes de que me arrepienta y salga corriendo —respondo de carrerilla.
Él asiente, profesional.
—Vale, entra al baño y quítate la parte de abajo.
Entro.
Cierro la puerta.
Y lloro.
No una lágrima, no.
Llorar de verdad.
Como cuando sabes que algo se termina.
Siento que he matado a una hija que nunca existió.
Una que vivía solo en mi cabeza.
Y en mis ganas.
Salgo del baño con los ojos hinchados y la dignidad en el suelo.
La enfermera me mira.
—Tranquila, no te vamos a hacer daño. Estás nerviosa, ¿verdad?
—No es eso —le digo, con voz de gato mojado—.
Es que nunca voy a poder tener una niña.
Silencio.
Pesado.
Como un edredón encima del pecho.
—Venga, vamos allá —dice el ginecólogo.
Y allá vamos.
Cánula.
Plástico.
Ese sonido que parece el de una pajita metida en una botella vacía.
Yo miro al techo.
Aprieto las piernas.
Me odio un poco.
—Relaja los músculos —dice.
Claro, hombre.
Como si se pudiera.
Respiro.
Lo intento.
Pero no.
—Vuelve el miércoles. Hoy esto es imposible.
Me visto despacio.
Recojo mis restos.
Y salgo de allí sintiéndome absurda.
Yo solo venía a ponerme el DIU, señor
