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La mente de un demente

Sigo aquí, exquisita y nada orgullosa, aunque en realidad nunca me fui. Si acaso lo hice, fue sin querer. O por querer demasiado, vete tú a saber. El día que reconozcas tus errores lameré el andén de tu tren. No sucederá, también lo sé. La ingenuidad es un bien que escasea, dicen que en algo hay que creer para soportar la angustia de este mundo cruel, pero es cierto que, en ocasiones uno tiende a perder la fe en aquellas cosas que se balancean temblorosas al filo de lo que nos estremece el alma de puro placer. Por perder, a veces, uno se pierde hasta de sí mismo y aguarda escondido tras la cortina de humo en la que sabe le encontrarán.

Nacemos llorando y pretendemos vivir una vida plena a base de atenuantes salpicados de carcajadas que no siempre son tan inmensas como aparentan. Nos gusta presumir y alardear de lo que no tenemos ni tampoco somos, el ruido visual que nos envuelve juega bien el papel de observador audaz, ya hace tiempo que yo no sirvo para reparar las grietas de los rincones rotos, en lugar de arreglar las piezas es probable que las termine convirtiendo en polvo, puede que en añicos, en destrozos y aullidos. Normalmente tenemos miedos que ni siquiera ubicamos bien, eso no sucede con las alegrías, sabemos con certeza de qué están hechas y a quién pertenecen. Últimamente creo que el corazón lo tengo en pausa, intuyo que algo le pasa, aunque no es seguro ni importante ni extraordinario. Si así lo fuese, su latir extremo indicaría la causa de este sin vivir, tal vez sea simplemente un rasguño en su raíz, algo tibio y pasajero, al menos, eso espero.

Me pregunto si los ojalás que nos arrebatan los sueños tienen fecha de caducidad o envejecen junto a todo lo demás con nostalgia y resignación. Como esos yogures de proteínas que uno compra al inicio de semana en un intento mediocre de ser algo fit tras los excesos y el descontrol de cualquier sábado inestable y guerrero. De tener una respuesta ojalá fuese la coherente que para incoherencias ya estamos nosotros, al final del día nos encanta la ternura que desprende inocencia, pero nos fascina la lujuria por la que caminan nuestros pensamientos. Lo de admitirlo en voz alta eso es otra historia; la teoría nos la sabemos, en la práctica es donde erramos.

Se va agotando el verano y yo aún tengo en la boca el sabor de lo que no he vivido. Asoma a lo lejos un septiembre herido, de un momento a otro comenzarán a invadirnos los escritores mediocres con ínfulas de sabelotodo con sus mensajes optimistas de nuevas metas y comienzos extraordinarios. Hay partidas que se ganan desde la distancia y partidos que luchan y pelean las mujeres como campeonas del mundo rodeadas de imbéciles que mejor estarían decorando cavernas. Conmigo no ejerzas de entrenador evaluando mis flaquezas y debilidades, tú aún no lo sabes, pero es muy probable que el mejor partido de tu vida sea yo. La tormenta perfecta es aquella que avisa de su llegada y uno la espera impaciente al calor de una hoguera con alcohol y un buen libro. Me callo tantas cosas desde que no estás aquí que la bola nace en mi pecho caliente y muere cada noche en un lecho distinto y frío. Tú eres un lujo y yo soy caprichosa.

¿Quién en su sano juicio rechazaría una esmeralda o un collar de diamantes de un buen amante?

Hace unos días se me rompió una rosa de cristal que durante años guardé con mimo envuelta en papel de burbujas con un miedo atroz a que su fragilidad y yo no nos llevásemos del todo bien, no estaba equivocada pues la empujé hacia un abismo insalvable de ruido y olvido del que aún me siento la única culpable. De haber una moraleja no tengo claro qué tan nítida sería, lo que guardas para ocasiones especiales no sirve de nada si no lo disfrutas, lo que sientes y vives cada día debería ser algo más que especial y suficiente por poquito que te endulce y alivie ciertos días.

La realidad es terca, curiosa, minuciosa y engreída. Y sorda y ciega, también. Durante tanto tiempo empeñada en personas y cosas que ahora decido y, sobre todo, merezco que quien algo quiera se empeñe también. Dime, amor de mis amores, ¿y tú qué prefieres contar estrellas o lunares? Hay tanto tuyo en mí que tu ausencia sigue arañando mi luna. Si en otra vida te busco no te hagas el sorprendido que aún no me doy por vencida. En el fondo desearía saber si mis letras te susurran o golpean en la conciencia. Extraño tu cuerpo y su chulería, ven y cuéntame, como hacías antes, a qué te sabe mi piel cuando tus besos la hacen arder. Sigo queriendo vernos envejecer. Tú gruñendo, yo riendo o al revés. A la poesía tú y yo le hacemos bien. El amor nos queda aún mejor.

Fátima López

Autora de dos libros. Escribe los b(V)e(R)sos que no puedo dar. Fan de lo cotidiano.

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