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La Ley de la Reciprocidad Unilateral

La denominación irónica sobre lo que algunos proclaman Ley de la Reciprocidad, vociferando su cumplimiento desde una postura unilateral e individualista, es una contradicción temeraria en las relaciones afectivas y la más cancerígena en las paternofiliales.

Todo el que predica dicha ley de manera imparcial orquestada con la batuta de la soberbia, exime la reciprocidad del concepto cuando el interés por el interlocutor es nulo y el desinterés enfermizo.

La tolerancia en las discrepancias, en las diferencias, debería fluir sobre una línea delgada pero constante, donde no se violen los derechos del otro en forma de agresión verbal. No existe nada más cobarde que la vejación emocional.

Crecemos con la creencia errónea apoyada en una frase que reza que el “amor no tiene límites”, pero resulta que tiene muchos y muy necesarios. El principal, es el límite irrevocable donde no permito que violes mi derecho a ser, a pensar, a discrepar, a actuar, a defender mis criterios. El límite donde decido, serenamente, cerrar la puerta a las personas que no me quieren porque sólo saben quererse así mismas.

Los predicadores de la Ley de la Reciprocidad Unilateral (con paradoja incluida) exigen que cedamos ante sus aleccionamientos sentenciadores dentro de un marco donde no está permitido discrepar porque son incapaces de comprender que la asertividad sólo es posible cuando das una opinión y valoras otra. La legitimidad de una ideología sensata radica en saber negarse ante cualquier petición irracional que ponga en peligro nuestros derechos emocionales.

Existe un tipo de ceguera en el déficit sobre las dioptrías de la soberbia que limita la capacidad de comprensión a la hora de entender que, si tu dolor no me duele y tu felicidad no me colma de emoción, no existe compasión ni congratulación, lo que se traduce en la incapacidad de amar.

No obstante, también existen espacios sanos donde el simple hecho de ganar un argumento para aferrarse a una razón inverosímil es irrelevante. Los que construimos nuestro espíritu sobre las bases del respeto no vivimos obsesionados con ser reconocidos como dueños de verdades absolutas, al contrario, la fuerza que estimula el proceso evolutivo se centra en la ilusión de aprender y sentir, incluso cuando las heridas del corazón permanecen en carne viva.

En este contexto, lo ideal es llegar a puntos comunes donde imperen la comprensión y el entendimiento, de forma que La Ley de la Reciprocidad sea verdaderamente recíproca.

Deberíamos convivir bajo la primicia de la permuta, en esa correspondencia amparada en los márgenes de un marco social coherente donde las comunidades sanas se sientan valoradas, escuchadas y respetadas. Se trata de vivir en paz con nosotros y con lo que nos rodea.

La dinámica familiar donde impera la descalificación supone la contaminación de cualquier hogar. Es un foco de infección, un círculo vicioso donde la soberbia del patriarca (generalmente machista) se impone sobre el criterio de otros. En ese dinamismo enfermizo los progenitores se consideran infalibles, superiores a su descendencia, incapaces de asumir las consecuencias de sus errores, manipulándolos y tergiversándolos para volcarlos en los miembros familiares. El propósito es culpabilizar al primero que tienen delante para eximirse de las consecuencias de su mala praxis. Renunciar a la responsabilidad de sus fracasos, es mucho más cómodo que mirar hacia adentro. Es un acto de cobardía irrebatible. El complejo de superioridad y la introspección siempre serán caminos paralelos que jamás encontrarán un punto común.

Equivocarse es un derecho ineludible.

La equivocación reiterativa puede ser comprensible siempre que la conciencia tenga un rol protagonista en el propósito de enmienda.

Pero equivocarse a sabiendas hurgando siempre en la misma llaga no es equivocación, es perversidad, protervia y satanismo, que nunca llega a ser tan grave como la negación de la conciencia.

Marie-Claire

CEO de su empresa y de su vida. Apasionada de la lectura y la escritura.

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