Me puede la superficialidad, el ego, el amor propio mal entendido, mal gestionado. Amor propio es quererse para querer, aportar, ayudar y agradecer a las personas correctas.
No congenio con el egocentrismo, la nulidad de conciencia, la negación a considerar la forma en que ciertas acciones agreden a otros desde un peldaño supuestamente superior.
El egoísmo, la banalidad, el Yo por el Yo, el ejercicio de imponer ideas sin fundamento. Ese afán de superioridad que no es más que un rotundo complejo de inferioridad donde se regodea el aleccionamiento con ínfulas de poseedor de una verdad que no es tal, porque generalmente es subjetiva.
Los más sabios, experimentados e infalibles en sus ideas, jamás se exponen, no se muestran, porque a mayor sabiduría, más humildad.
Presencio con pena tanta intransigencia enquistada en la convicción de poseer la razón. Es una enfermedad crónica, una posición ruidosa, incómoda, que entre otras cosas, se traduce en la incapacidad para despojarse del corsé de la altanería ceñido a conductas erróneamente superiores, soberbias, testarudas, pusilánimes.
Es una representación teatral de puertas hacia fuera. El oscurantismo de la verdad del altanero, se esconde entre bambalinas. El espíritu del egoísmo, irremediablemente relacionado con la soberbia, se posiciona entre bastidores mientras la conciencia se sienta frente a la densidad del telón.
Es el último acto de una obra mediocre en la que el afán de protagonismo desvela la superioridad endeble del acomplejado, donde el individuo necesita demostrar constantemente que es extraordinario en todos los ámbitos, cuando sólo la ignorancia lo define.
Estas personas se identifican rápidamente porque ni sienten ni padecen. No escuchan, solo se oyen a sí mismos regodeándose en sus monólogos.
Paradójicamente suelen destilar amargura, tienen un semblante de enfado, todo les molesta, cualquier nimiedad les ofende, llevan la agresividad a flor de piel.
No empatizan, son incapaces de ponerse en el lugar del otro porque ellos son “superiores” y dan por hecho que habrían gestionado la misma situación infinitamente mejor, con más inteligencia, gallardía, valentía. El que tienen en frente siempre está por debajo de sus expectativas porque se permite mostrar las costuras de sus sentimientos.
Son personas que no lloran a sus muertos ni acompañan a los suyos en la adversidad. Y si lo hacen, es para autoproclamarse imprescindibles, colocándose medallas en la pechera, alardeando de sus “obras de caridad” hasta que públicamente queda claro que ellos han donado, acompañado, ayudado. No hacen nada por nadie, solo se preocupan por alimentar su ego.
Otra característica que los define es la ignorancia. Son individuos incultos, que se conforman con el titular de la noticia, no tienen mundo, no leen y cuando lo hacen, no se enteran. La mayoría tiene mala caligrafía y pésimo verbo, excepto para pavonearse y adorarse.
Estos personajes saben estar en la cima porque llegaron de rebote, pero jamás sabrían bajar con dignidad. Abajo, donde radica la verdadera esencia de un ser humano sano, comprendiendo que la vida está plagada de imponderables y que siempre hay que estar preparado para caer con humildad. Abajo, donde se encuentra la única forma de escalar con garra para volver a brillar desde lo alto.
Ninguno de ellos se reconocerá en estas líneas.