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La imposición de la maternidad como deber femenino

Madre: (del latín mater, -tris): 1.f. Mujer que ha concebido o parido uno o más hijos. 2. f. Mujer en relación con sus hijos. 3. f. Mujer con cualidades atribuidas a una madre, especialmente su carácter protector y afectivo. 4. F. Mujer que ejerce de madre. Etc. 

Tanto en el Diccionario de la RAE como en la amalgama de palabras cotidianas que usamos para expresarnos diariamente, es inevitable que la categoría de maternidad aparezca unida por una parte a la feminidad y por otra al instinto, la disponibilidad, los cuidados, el sacrificio y el amor incondicionales. La primera conexión resulta inevitable por obvia, mas las cualidades incluidas en la segunda se han ido haciendo cada vez más discutibles en los últimos años a raíz de publicaciones de todo tipo, bien de tono informal (como lo fue en su momento el blog convertido en libro, convertidos ambos en página web con merchandising de lo más variado bajo el membrete de Club de Malasmadres), bien en muestras cinematográficas de antes y ahora como “Psicosis” (1960), “La semilla del diablo” (1968) o “Tenemos que hablar de Kevin” (2011) por citar solo tres; amén de la enorme cantidad de literatura feminista –y femenina- sobre el tema que poco a poco ha ido emergiendo del lodo del silencio al que fue confinada por, tal vez, la incomodidad de sus presupuestos y afirmaciones. 

La realidad es que, como todo lo que acaece, la maternidad puede ser un dragón de mil cabezas que no sale de la cueva en el momento en que las minúsculas líneas del test de embarazo confirman lo que la intuición preveía, sino mucho antes: días, años y décadas que en espiral llevan a la primera sangre femenina, aquella que, sin saberlo, habrá de determinar buena parte de los ciclos de comportamiento, emotividad, aspecto físico y fertilidad estipulados en torno al calendario lunar: trece lunas, trece menstruaciones. Esa primera sangre que interna a la mujer en un camino orillado de estereotipos, expectativas, biología y anhelos –muchos de ellos inoculados por la sociedad-  en torno a su capacidad de procrear y que acaban poniendo la libertad de elección sobre la propia vida a la cola de todo ello junto al resto de aspiraciones y deseos, como si un simple factor de género imprimiera en el ser femenino el destino necesario y único de dar vida y crianza a nuevos individuos.

Pareciera que a la mujer se la educa para dos hechos: vincularse y procrear. Desde primera hora, se nos pregunta qué chico nos gusta, quién nos pasea. Después vendrá el noviazgo y la pregunta por el compromiso; y después el compromiso y la pregunta por la boda; y después la boda y la pregunta por la maternidad, como eslabones de una cadena que debemos colgarnos al cuello con alegría plena, sin tener en cuenta la posibilidad de lo contrario, incluso si ese opuesto se resuelve en impuesto por la vida misma. Y ahí aparece la solterona que lo es no porque no haya encontrado quien la quiera, sino porque ninguno la eligió; y a su lado el mito de Yerma, la mujer a la que todo el mundo acusa de estéril sin baremar el papel de su marido. O la que simplemente no quiere tener pareja o hijos y de manera automática pasa a engrosar las listas de la ambigua y envenenada acepción de “mujer liberada”. Incluso entonces la mujer sigue recibiendo una y otra vez la eterna pregunta sobre la maternidad: ¿para cuándo los niños? ¿no tienes hijos?

¿Por qué no quieres tener hijos?

Cómo responder a ello sin decir una verdad que se desliza suave y elegantemente como un cuchillo afilado entre los labios de la carne tibia de nuestro vientre cada vez que se nos obliga a ello. Cómo hablar de los abortos sin sentirse culpable; cómo hacer alusión a una infertilidad que amputa las esperanzas de la mujer que sí quería ser madre; cómo decir tal vez que no, que la maternidad no es una meta sin recibir miradas de reprobación o situarse bajo la amenazante espada de Damocles de la equivocación. Cómo, en definitiva, ser respetada con naturalidad, como lo son hombres y niños, ancianos y, en definitiva, todos los que no son mujeres en edad fértil, a quienes nadie pregunta, de quienes nada se espera. 

Así como hoy se habla de capas de discriminación, es posible tratar el tema de la maternidad también desde las diferentes capas que lo cubren, sin necesidad de llegar al corazón de la manzana. Porque ya en la pulpa se halla el germen de todo: una dicotomía de la que surgen ramas que se deslizan y multiplican hasta el infinito, como las cabezas del dragón, persistentes en su existencia, capaces de regenerarse aun si la espada del héroe las secciona de un tajo. Así, los símbolos relacionados con la maternidad presentan una ambivalencia que parece ser olvidada en el día a día y que vienen a reunir en una conversación permanente las dispares figuras de María, Eva y Medea, unidas en los extremos de dar la vida y quitarla. La madre como puerta de entrada y de salida del mundo, como la luz del amor y la oscuridad de la muerte, de ahí que morir sea también volver a la madre, la madre tierra, que nos acogerá y transformará en energía para otra forma de vida. Porque tal vez, para empezar, sería necesario circunscribir la definición de madre al simple hecho de parir, sin más. Eso mismo fue lo que hizo Elena Ivánovna Diákonova (Gala Dalí para la posteridad): parir una hija que habría de dejar al cuidado del padre, Paul Éluard, para vivir otra vida al lado del artista que habría de prestarle el apellido y la inmortalidad; también Doris Lessing, que decidió separarse de sus dos primeros hijos por encontrar incompatible el oficio de la maternidad con las tareas intelectuales. Como muestra, un botón, aunque hay muchos más.

“El hecho de nacer con un útero no debería suponer una sentencia de expectativas, sino un medio más de vivir la libertad”

Quizá de no cumplirse al dedillo la cita de Susan Rubin Suleiman que afirma que “las madres no escriben, están escritas” -y la predestinación que esa escritura sacralizada por el inconsciente social estampa en el ser femenino- la aparente incompatibilidad entre una vida propia y las labores de la maternidad no sería una realidad aún vigente para la inmensa mayoría de las mujeres del mundo; realidad que sí parece seguir siendo posible y aceptable para cualquier hombre. Por esta razón dieron en aparecer movimientos a pie de calle como el de “Soy Malamadre”, que encubría con buen humor una certera verdad: la declaración pública de las contradicciones emocionales que supone la crianza, el vaivén entre el amor y el rechazo –y aun la manía- a esa sangre de mi sangre que en ocasiones –a veces, muchas- parece hacer su vida a costa de la de la madre que la parió. Porque no, tal como dejó bien claro Rosa Regás en su libro sobre el tema, el parque no es el locus amoenus de una progenitora solo porque allí sus hijos desfoguen su ilimitada energía; ni ver crecer a la prole a la par que decrecen las posibilidades de desarrollar una carrera profesional puede silenciar el terrible desencanto que se abre en el pecho de una mujer ambiciosa; ni sentir cómo el nombre propio queda sepultado bajo el tierno y universal “mamá” da brillo alguno a las noches en vela, las preocupaciones y las demandas que, para bien o para mal, una hija o un hijo imponen en la existencia femenina.

El hecho de nacer con un útero no debería suponer una sentencia de expectativas, sino un medio más de vivir la libertad. Procrear o no procrear, he ahí la cuestión entre otras muchas que pueden rondar la existencia de una mujer. Y la cuestión es íntimamente individual, personal e intransferible; no social, ni siquiera familiar. Solo femenina. Ese es el derecho de las mujeres y no solo sobre el papel de la Constitución, sino dentro y fuera de la casa, en la calle, en las reuniones sociales, en los bares, en cualquier lugar. A una mujer no se le pregunta si quiere o no, si va o no a tener hijos, de la misma manera que no se le interroga por su salario o su vida de alcoba. Y del mismo modo, tampoco se le juzga por ello. Madre es la que tiene hijos y punto. 

En el vestuario del gimnasio, dos amigas se quitan la ropa antes de ducharse. Una confiesa que es una mala madre, en la mesa se sirve la primera y deja el resto para sus hijos. La otra se califica de sacrificada y el ejemplo que da es que en ocasiones, tras repartir la comida entre todos, no queda para ella. Sus voces son también distintas, una la tiene grave y contundente, la otra adquiere un tono dulce, de cadencia suave. Cuando me giro a mirarlas, contemplo la blandura de su piel, el tono rosado que el sudor imprime en ellas. De entrada, por sus rostros no alcanzo a distinguir cuál de las dos dijo qué, solo sé que ambas son madres, y eso me basta. A ellas, que prometí entrevistar y nunca lo hice, les dedico este artículo. No sé sus nombres, pero sabrán reconocerse.  

Concha Badía

Doctora en Teoría de la literatura, escritora e investigadora.

1 Comentario
  1. Excelente recorrido por historia y piel de la mujer. Con orgullo veo a mi alrededor muchas amigas que han decidido – supongo que algunas o sus compañeros no habrán podido por problemas de fertilidad / no ser madres biológicas así como también otras han adoptado, siendo madres a parte entera . En todo caso muchas veces se las reserva en la familia para cuidar prioritariamente a sobrinos o a padres. Esto es habitual en ciertas regiones no pequeñas de mundo, propiciando en algunas la huída para preservar su independencia. Siendo el 150 aniversario de la Comuna de Paris, recomiendo la lectura de la autobiografía de Louise Michel, un formidable alegato al poder y la lucha femeninas.

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