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Infinito recorrido en La Sucursal del Cielo

La Sucursal del Cielo
Fuente: Jorge Saavedra/ Unsplash

En un pasado que aún parece cercano, conducir en “La Sucursal del Cielo” suponía adherirnos a curvas imposibles sobre cuatro ruedas, o dos; dependiendo de la velocidad y las circunstancias. 

Los protagonistas de mi generación nos desplazábamos entre puntos geográficos familiarmente conocidos a través de carreteras mal asfaltadas, carentes de señalización y electricidad, con la irradiación de la luna como único referente. 

Así nos movíamos. Con la libertad de quien se sabe dueño de su propio destino en un ecosistema irrepetible, coherentemente cálido durante el día y fresco en las noches. Siempre en contraste con el gélido microclima creado dentro de aquellas cabinas de cuatro ruedas que en ocasiones apodábamos con sobrenombres masculinos o japoneses.

Sin lugar a dudas aquella ciudad era “La Sucursal del Cielo”

Presionando el acelerador sin normas, penalizaciones ni multas, porque los únicos controles eran aquellos “materno-filiales”,  llegábamos a nuestros verdaderos hogares en la geografía donde nacimos, inmersos en la magnitud de un valle que indiscutiblemente es una obra de arte firmada por la naturaleza. En aquellos tiempos, creíamos, ingenuos, que acogidos bajo la falda de esa montaña infinita con matices malvas, verdes y azules, estaríamos eternamente protegidos.

Desde un punto de vista actual resulta paradójico haber tenido el privilegio de vivir en “La Sultana del Ávila” siendo verdaderamente libres. Soñando, volando y manejando aquellos vehículos que eran una especie de réplica de nuestra identidad en términos de orden, organización y música, haciendo de cada trayecto un sueño particular con sountrack personalizado. Sin lugar a dudas aquella ciudad era “La Sucursal del Cielo” y en mi carro, Just Like Heaven (The Cure) hacía los honores correspondientes.

“No cabe duda de que nuestro concepto de patria se arraiga en la costumbre de la improvisación, un adjetivo que nos definía de forma positiva”

Nos movíamos a nuestras anchas siendo dueños de un caos incomprensiblemente privilegiado, con un sentido de pertenencia que en comparación,  por muchas décadas de fiel arraigo en otros países, nunca será el mismo. Aquel valle era nuestro y en cierta forma, creemos que sigue siéndolo.

Hoy vivimos en diferentes latitudes, acogidos a nacionalidades heredadas, arropados bajo otras banderas con una sensación de cobijo craquelado, a modo de un rompecabezas cuyas piezas solo encajan en contadas ocasiones como consecuencia de grandes esfuerzos por reencontrarnos brevemente en otros puertos, en otros océanos, en otras tierras, donde tejemos recuerdos hilvanados con sedas de esperanza.

No cabe duda de que nuestro concepto de patria se arraiga en la costumbre de la improvisación, un adjetivo que nos definía de forma positiva. En algún punto todos fuimos anfitriones al azar, abriendo las puertas de nuestras casas sin exigir avisos previos. Tocar el timbre de familiares y amigos no era un acto reñido con el respeto. Al contrario, era una modalidad a través de la cual compartíamos cultura, hábitos, códigos de educación, complicidad y sentido del humor, sin tener que traducir nada y sin la obligación intrínseca de pensar en dos o tres idiomas diferentes. A partir del desarraigo impuesto por el destino, nuestras expresiones idiomáticas fueron convirtiéndose en un bálsamo para remojar la nostalgia.

Me atrevería a afirmar que la mayoría de mi expatriada generación se cobija en recuerdos similares a los míos. En diferentes paisajes con horizontes distintos, al volante de otros vehículos circulando a través de asfaltos más desarrollados, con menos sueños y más realidades a nuestras espaldas. Escuchando con nostalgia la misma música que irremediablemente nos transporta a épocas más felices. Melodías que a veces se mezclan con los acentos de nuestros hijos, paradójicamente tan diferentes al nuestro.

Madrid, París, Toronto, Miami, Bogotá, Santo Domingo, Caracas… Independientemente de la cuidad, las estaciones climáticas o el huso horario de cada continente, la amistad es inquebrantable. Hemos aprendido a mantener la capacidad de recordar entre un collage de risas, complicidad, melancolía y “chalequeos”, todas las experiencias que nos han traído hasta este punto casi irreversible como consecuencia de un sinfín de adversidades impuestas por guerras posicionadas fuera de nuestro alcance, que indiscutiblemente siempre serán más débiles que la esencia forjada a base de valores como la lealtad, el respeto, el apoyo incondicional y el cariño fraternal que jamás podrán quitarnos. Nuestra cultura nos pertenece y nunca podrán despojarnos de ella.

You, soft and only. You, lost and lonely. You, just like heaven

(The Cure, 1.987)    

Marie-Claire

CEO de su empresa y de su vida. Apasionada de la lectura y la escritura.

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