La búsqueda de un sentido ha sido motor de civilizaciones, culturas y religiones. A menudo, a todo aquello a lo que no se le encuentra una justificación, se le inventa una solución alternativa, mágica o probabilística. El caos y la sinrazón nos producen miedo, por tanto, rechazo. Así es cómo tememos y nos intrigamos por el mal, porque no podemos del todo ni entenderlo, ni explicarlo. Es necesario, vital, buscarle un sentido a la vida, por mantener la cordura, por no hacernos nihilistas, por no caer en depresión.
Todas las personas buenas hacen alguna vez el mal. Hanna Arendt decía que cualquier ser humano, en determinadas circunstancias, puede realizar actos tremendamente malvados. Dentro de ese “cualquier ser humano” existen las buenas personas que, tras realizar el mal, acabarán sintiendo remordimiento, sufrimiento y culpabilidad, emociones que solo pueden darse ante el amparo de la empatía.
La empatía (base de la solidaridad) es fundamental. No solo en las relaciones sociales, sino también para el control de la propia humanidad. No poseerla nos convertiría en animales y este mundo sería una jungla de barbaries. Se ha demostrado que cumple un papel imprescindible a la hora de aceptar las normas sociales y, en caso de desvío, es la base de la reinserción.
Vamos a adentrarnos hacia el mundo del mal. En plano jurídico y delictivo, el asesinato (con sus múltiples variedades), adquiere las tipificaciones y condenas más graves. ¿Pueden las buenas personas cometer un asesinato? Claro.
Ahora vamos con los malos. Si se diferencia del bueno, es porque este no sentirá ni arrepentimiento, ni culpabilidad, ni remordimiento. Es decir, no emplea empatía.
Ambos —bueno y malos— reciben más o menos el mismo “castigo”: la cárcel, con sus dos paradigmas fundamentales: la redención, que es un proceso individual, y la reinserción, que tiene un motivo social. El bueno podrá llegar a entender la prisión como un medio para subsanar, el malo pasará por ella por mera imposición. Más allá de preguntarnos si es correcto llevar al mismo sitio a dos supuestos tan opuestos, nos preguntaríamos si habría alguna otra alternativa. No la hay. Entendiendo, pues, que la justicia es relativa, probamos a paliarla —dentro de instituciones penitenciarias— a través, por ejemplo, de la terapia, aplicada a trastornados, enfermos, y a todos aquellos que lidian con su desvío. Las buenas personas, superado el titubeo, la aceptarán y asumirán. Tanto es así, que el 80% de los delincuentes, según los últimos datos de Interior, no reincidirían. Las personas supuestamente malas, por lo contrario, no asumen la terapia. Volverían a asesinar. ¿Por qué? Como confirman los psicólogos, una vez más, por la falta de empatía.
Vamos a enfocarnos en los verdaderamente malvados. Los que todos tememos, aquellos que no justificamos, y volvamos al tema fundamental de la culpabilidad. El que actúa mal es el culpable último del delito, por el simple hecho de la toma de decisión: escoge hacer el mal, decide hacer el mal. Ahora preguntémonos: ¿lo elige de verdad?
Cuando te compras esas nuevas zapatillas, cuando votas a equis partido, al elegir leche de avena o tu destino de verano, ¿crees que estás eligiendo, tú solo, de verdad? Vamos a entender la toma de decisión como un ente fragmentado. Un porcentaje derivará de la manipulación a la que estamos sometidos, otro porcentaje por nuestra percepción de la realidad, y un tanto más de nuestra propia cosecha, lo más personal, y añadamos a esto la parte genética. Todo ello está contaminado y mezclado en un batiburrillo. Imposible determinar qué se es en realidad. O lo que es lo mismo, cuánto de lo que creemos que somos, se seguiría manifestando si hubiésemos nacido en otro lugar, en otra época y de otra manera. Porque, en según qué circunstancias, probablemente, tú habrías sido racista. También machista. Quién sabe si nazi.
Seguramente hayas aceptado con reticencias lo del racismo y el machismo. Menos, lo del nazismo. Porque tu alma, sabes, porque te conoces, es buena. Cómo ibas a ser tú un nazi (aunque los estudios determinen que existe una “desconexión cerebral” cuando nos encontramos sumidos en un grupo o sociedad. Véase la película ‘Die Welle’, ‘La ola’). Habría que preguntarse ahora si existe el alma. En tal caso, estaríamos medio salvados, porque esta se mantendría, en parte, intacta, independientemente de los factores ambientales, circunstanciales, sociales o culturales. Está bien. Démosle unos gramos, démosle otro porcentaje al alma.
Le toca ahora el turno a la genética. Los factores mencionados (ambientales, circunstanciales, sociales, culturales, también educacionales) son determinantes en la evolución del individuo. La trayectoria personal, además, influirá en su manera de vivir, actuar y de pensar. Sin embargo, ciertos estudios parecerían demostrar que el “grado de maldad” se encuentra en gran medida en el propio cerebro y en la herencia genética. Los niños cuyos padres han sido asesinos o delincuentes, tienen una muy alta probabilidad de seguir los pasos de sus progenitores. Existen, además, numerosos condicionantes morfológicos del cerebro, así como de los neurotransmisores, que moldean nuestra manera de ser y de pensar. ¿Acaso son esos niños culpables de esto?
Imaginemos que de mayores se convierten en asesinos en serie. Venga, aceptemos que son, al menos en parte, culpables de su toma de decisión, pese a todos estos condicionantes. La decisión de asesinar está ligada, una vez más, con lo primero que hemos mencionado: la empatía. Pero ¿y si genéticamente tampoco pudiésemos sentir empatía?
La mayor parte de asesinos en serie son personas traumadas con un determinado nivel de psicopatía. Al cometer un asesinato, ¿qué grado de toma de decisión real estamos juzgando? Imaginemos que una persona buena que comete ese delito juega con un 70% de capacidad empática. La persona mala que comete ese mismo delito, podría poseer menos del 10%. Por qué empatizamos más con el bueno, si la empatía le viene de fábrica, y no lo hacemos con el más malo, que no puede sentir remordimiento por esa carencia innata? ¿No sería más lógico solidarizarnos con quien juega en desventaja? Todos estos factores, otra vez, genéticos, ambientales, circunstanciales, sociales y educacionales… no dependen de nosotros. Es fruto del azar. Entonces, qué debemos temer más, ¿el mal o el azar? O es que el mal… ¿es simple azar?
Estamos juzgando, ávidos de moralidad, lo que no comprendemos, sin acatar el problema de raíz. Ya hemos sido alquimistas, ya hemos intentado buscarle un sentido al mal y a la vida. Más allá de ideologías, religiones o filosofías, dejando a un lado la ética y la moral, muchos estudios en psicología evolutiva señalarían que, ante la biología, todo lo demás tiene un poder escaso, residual. Si no podemos competir como humanos, compitamos como dioses. La terapia está muy bien para el purgatorio. Pero si nos topamos con una selva oscura, si esto se confirma un sindiós, luchemos contra el mal con inversión: en neurociencia e investigación. No sintamos rechazo a nuestra propia condición. Nos empeñamos en buscarle un sentido a las cosas, cuando habría que buscarle, más bien, una solución.
Me quito el sombrero ante este articulo. Inversión en ciencia e investigación, nuestros políticos no deberían recortar ni un céntimo, haber si se aplican. El alma sólo en expresiones. Un saludo Carmen Corazzini.