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Paz y libertad

El miedo suele ser libre y apolítico. A veces es ideológico, pero el que condiciona a la libertad se arraiga en hechos fehacientes. Otras veces, el miedo se asemeja a la suerte: Le puede tocar a cualquiera.

Una de las incontables sublevaciones del terrorismo en España coincidió con mi segundo año de residencia en Madrid. Llegué a la ciudad de mis ancestros siendo una adolescente venezolana de madre emigrante tras la postguerra civil. Una madre que siempre me inculcó respeto y amor por ambas naciones, no sólo a través del verbo teórico, sino con el ímpetu con el que amaba a su segunda patria. 

En septiembre de 1995 decidí radicarme en este Madrid de cielos infinitos que fueron testigo incandescente de mi evolución desde que llegué siendo una niña. Dos años más tarde, en julio de 1997, impulsada por una fuerza más poderosa que mi criterio, salí a la calle quebrada de dolor, naufragando en la incomprensión de los sucesos con la mirada perdida en un horizonte multitudinario. Vivía a una manzana del Paseo de La Castellana y tras salir del portal, fui succionada por la ebullición de una manifestación que también consideraba mía, no sólo por el sentir patriótico inculcado por mi madre, sino por un sentido humanitariamente lógico.

Las manos pintadas de aquel millón y medio de manifestantes eran del color del apellido de Miguel Ángel. A pocas horas de su asesinato salí a la calle sola, tenía 21 años y una enorme impotencia por el despropósito salvaje de los actos terroristas que azotaban a la sociedad en la que estaba integrándome.

Han transcurrido 26 años y aún recuerdo de manera fotográfica la unidad en masa reivindicándose con impotencia y desgarro a partes iguales. Todos los que estuvimos allí rindiendo un homenaje avasallador a Miguel Ángel Blanco, de alguna forma también estábamos plantando una posición sólida e irreversible tras casi tres décadas de una larga historia de violencia terrorista.

Al margen de las ideologías políticas que en aquel momento se erguían sobre el sustento del respeto, los adolescentes que salimos a manifestarnos levantando las manos pintadas de blanco, los mismos que 26 años más tarde somos padres de una generación que no concibe relacionar un detonador explosivo con la rutina del día a día, tenemos la obligación y el compromiso de impartir a nuestros hijos esa lección, ese fragmento de la historia manchada de sangre que no se recoge en ningún libro de texto escolar y que indiscutiblemente, forma parte de los sucesos históricos de España.

Miguel Ángel Blanco (29 años) fue maniatado y fríamente asesinado con dos disparos en la cabeza tras una agonía que duró 48 horas en la que políticos, prensa y sociedad, atamos nuestra angustia e impotencia con lazos azules bordados de esperanza. En aquel momento de la historia de España, era absolutamente impensable e inconcebible que ningún partido se plantease la remota idea de pactar con terroristas. 

Definitivamente la historia no se escribe en el momento de los hechos, se va narrando dentro de su propia metamorfosis. 

Mancharse las manos de sangre es la forma más ruin de cometer un delito en nombre de ideologías de cualquier índole. Es una aberración, un acto abominable arraigado en adoctrinamientos fanáticos. Es la cúspide de la ignorancia, la antítesis del pleno uso de la conciencia, la única que nos otorga la verdadera libertad. Al margen de la diversidad en cuanto a toda corriente de pensamiento, en el mundo que labramos cada día debería prevalecer la empatía, la humanidad y el respeto a la vida, por encima de todo.

Esta reflexión está dedicada a mi hijo de 14 años, a sus valores y principios que reposan sobre la solidez de la tolerancia y la decencia.

Al cumplirse un año de la redacción de este artículo, sentada en el borde calizo de una fuente emplazada en una preciosa plaza, extiendo la dedicatoria a mis queridos y excepcionales huéspedes en Iturmendi.

Marie-Claire

CEO de su empresa y de su vida. Apasionada de la lectura y la escritura.

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