La disciplina en casa se imponía la mayoría de las veces, no con autoridad sino con autoritarismo. Al escribir estas líneas me es importante clarificar que no las plasmo con la intención de hacer una crítica destructiva de lo que fue mi niñez, ni ponerme a mí misma en el papel de la víctima. No, jamás he tenido esa intención, pues a pesar de las cicatrices que una educación severa haya podido dejar en el alma, también supo crear un espíritu lo suficientemente crítico como para entender que nadie puede transmitir lo que no conoce.
Tampoco escribo esto con el afán de dibujar a mi progenitor como un ogro terrible y malvado. Mi niñez también tuvo momentos de ternura, como cuando me cargaba en sus brazos por cuadras y cuadras después de quedarme dormida. Estoy segura de que él se percataba de que en algún momento en el camino me había despertado y que solo fingía seguir durmiendo, pero sin importarle, continuaba conmigo en brazos hasta ponerme en cama.
Frases como “en esta casa mando yo” o “esta casa no es un hotel”, fueron parte de mi cotidiano. La primera, era utilizada con frecuencia, aun cuando no había una verdadera necesidad de pronunciarla; en ningún momento alguno de nosotros habría osado poner en tela de juicio esa verdad. Siempre tuvimos claro que un no era un no, y que más valía no llorar porque escucharíamos la frase: “¿Conque estás llorando?, pues te voy a dar una verdadera razón para hacerlo”. Todo, pronunciado con gestos tensos por el enojo y levantando la mano, la cual a mi corta edad parecía enorme, o llevándose ambas manos a la presilla del pantalón, listo para jalar el cinturón de cuero que lo rodeaba. Entonces, yo limpiaba las lágrimas con el torso de mis manos tan rápido como podía y con infinito esfuerzo trataba de parar un llanto sin control.
La segunda frase, “esta casa no es un hotel”, la lanzaba mi padre todos los fines de semana a las siete treinta de la mañana. Al estar de pie desde las cinco treinta, él consideraba que dormir después de las ocho era mera holgazanería. Así que gritaba nuestros nombres con su potente voz grave, seguidos de la famosa frase. Yo me levantaba a la primera; jamás esperé a saber qué sucedería en caso de ignorar el llamado.
La hora de la comida también tenía su frase especial: “esta casa no es un restaurante” y, una vez que había sido pronunciada, no importaba qué tanto detestara lo que había en mi plato, me lo tendría que comer y más me valía no llorar, ni hacer un drama, porque entonces, se pronunciaría de nuevo aquella otra frase que me recordaba que mi padre siempre estaba listo para darme una verdadera razón para soltar el llanto.
Con mamá era otra historia. Todos las rabietas que jamás le hice a mi padre, ella las recibió. Con su amor y lo que parecía, infinita paciencia, ella me escuchaba y encontraba las frases adecuadas para calmarme. Con mamá podía llorar hasta del más mínimo rasguño; sabía que de su parte siempre habría caricias, habría comprensión y no regaños.
Viéndolo en perspectiva, crecí con un cierto equilibrio; gracias a la ternura de mi madre, el autoritarismo de mi padre, aunque ciertamente dañó, no rompió mi ser.
Conforme fui creciendo y conociendo más sobre mi padre, un día comprendí que su forma de educarnos era la misma con la que él había sido “educado” y que había tomado muy poco, o casi nada, de la ternura de su madre: quizás para sobrevivir, para seguir avanzando y no desplomarse.
A pesar de que todas esas frases que marcaron mi infancia siguen grabadas en mi cabeza, la más memorable que él pronunció, llegó muchos años más tarde, cuando yo ya era una adulta. Había terminado mi carrera y solo regresaba a la casa familiar los fines de semana. Para ese entonces, mamá ya se había ido y velaba por nosotros desde su morada de descanso eterno, pero gracias a Dios y al universo, que supieron encaminar a mi padre para llevar a casa a la mejor de las segundas madres pude continuar mi crecimiento con una figura materna dulce y amorosa. A ella le confiaba mis días, mis temores, mi corazón roto, y cada fin de semana, después de subir a saludar a mi padre, quien después de una ardua jornada de trabajo descansaba recostado frente al televisor, yo corría escalera abajo donde estaba ella esperando a que le contara cómo había pasado mi semana; sentadas en la cocina nos quedábamos conversando por horas.
Un día, después de efectuar el tradicional saludo a mi padre y cuando me disponía a bajar y hacer lo que era costumbre, él me pidió que me sentara un poco a su lado. Lo hice sin muchas ganas, tenía tantas cosas que compartir con mi madrastra. Mi padre comenzó a hacerme preguntas las cuales respondía con un sí, un no, o un no sé. Después de un par de minutos él comentó, “parece que te tengo que sacar las palabras con tirabuzón. A ella le cuentas y le cuentas sin mucho esfuerzo”. Su observación era tan cierta que no supe qué responder. Me limité a esbozar una tímida sonrisa buscando el momento adecuado para levantarme y terminar esa situación incómoda. Entonces él me dijo aquello que nunca olvidaré: “Yo sé que es mi culpa, porque nunca supe expresarte mi amor como ella lo hace, pero eso no significa que no te quiera”. Su voz se quebró. “Anda, ve a verla”.
Quizás debí haberlo abrazado y romper esa barrera autoritaria que lo cubría, pero tantos años se habían ido así, sin saber cómo demostrarnos mutuamente el amor que sentíamos el uno por el otro, que me levanté en silencio y bajé las escaleras.