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El arduo aprendizaje de vivir sin ti

Me cuesta encontrar la valentía para escribirte. El dolor amputa los dedos y la lengua, y el propósito. Cuando el mutismo te secuestra, obedeces, callas, te rindes ante el cautiverio. Intentar lo contrario es baladí.

El politraumatismo que figura en el certificado de defunción de mi fuero interno, me ha dejado muda.

Soy una intrusa secuestrada en esta sensación de viudedad donde me pierdo en un laberinto turbio, asfixiante, claustrofóbico. Voy a ciegas con una venda en los ojos. No me encuentro, pero al mismo tiempo no sabría estar en otro sitio, en otro lugar, porque aquí, en la oscuridad del dolor, honro la familia que fuimos. Detrás de estas paredes hay demasiado ruido, demasiada prisa, demasiada urgencia por la inmediatez de sanar. Y yo, necesito regodearme en mi dolor, reconocerlo, vivirlo y sobre todo, aceptarlo como una parte de mí. La evasión no es mi punto fuerte.

No quiero emprender el viaje de regreso a Ítaca. Aún no estoy preparada para encontrarme en la risa, en el jolgorio, en el bullicio. No puedo, no quiero regresar a la civilización mutilante de mensajes fabricados, positivos y esperanzadores, prefiero ser condenada por un luto que nadie comprende. Los seres humanos juzgamos desde la racionalidad, nunca desde el sentimiento, sobre todo en sociedades donde casi está prohibido sentir, donde impera lo políticamente correcto, las formas por encima del fondo, donde las verdades de otros molestan, incomodan, escuecen, por eso, la mayoría se apoltrona en la languidez de la negación.

Las frases hechas, “hay que seguir”, “tú puedes con esto” “la vida continúa”, “tienes que distraerte” deberían estar legalmente sancionadas como las multas de tráfico. Que gran osadía, que atrevimiento el de aquellos que tienen la facultad de pasar página de forma inmediata y pretenden imponer su pauta casi indolente. Que gran osadía la ignorancia sostenida en esa manía de sentar cátedra, que no es otra cosa que una carencia implacable de conciencia.

Por supuesto que la vida continúa. Continuó irremediablemente desde las 12:16 hrs. del 23 de junio de 2024. Aunque lo intenté, no pude detener el reloj, ni congelar el tiempo, ni retrocederlo, que es lo que quise hacer instintivamente en aquel momento. Así como tampoco pude resucitarte posando en tu frente helada mi último beso.

La gente, la masa, suele evadirse dentro de la relojería de sus mecanismos de defensa. Deciden no sentir, y es válido. Sin embargo, en contraposición a la evasión, estar a solas con nuestros pensamientos, mano a mano, en la densidad ensordecedora del silencio, requiere de una extrema valentía. Analizar las consecuencias de nuestros actos y hacernos responsables de ellos, es el máximo exponente de la adultez. Es muchísimo más fácil evadirse en el trabajo, en los eventos sociales, en las copas, en la inmediatez de la tecnología y en esa frase de nuestro gentilicio que reza “no pasa nada”. A diferencia de lo que muchos esperan de mí, he optado por abanderar la valentía de vivir mi duelo como un acto de amor, de introspección y análisis personal con el propósito de seguir, si, pero honrando los tiempos de mi corazón roto, haciendo caso omiso a los sentadores de cátedra, a los atrevidos que comparan la ley de vida con la crueldad y el avasallamiento de la misma.

Desde que me azotó la tragedia, el único futuro que veo se coloca a 10 minutos de mí. Hacer planes es un lujo prohibitivo, irreal, impalpable, retador. Vivo a expensas de la inexorabilidad de la catástrofe, la que sea, la improbable, la injustificada, la real, la tangible, la estadísticamente comprobada. Vivo en la veracidad de lo imponderable. No tenemos control sobre nada, únicamente sobre nuestras reacciones ante los acontecimientos que nos fustigan.

En esta fase, en esta etapa impuesta, no solo estoy comprometida con el duelo personal de nuestro hijo, cuya tristeza me parte en dos. En paralelo, hago frente al mío propio, porque ese día una parte de mí murió contigo, otra parte quedó en un limbo extraño de viudedad y la otra, como madre, con una herida palpitante sabiendo huérfano a nuestro hijo, ese niño donde dejaste el legado de tus células, de tu sangre, de tus gestos, de tu olor. Aunque ya lo sabes, porque lo hemos conversado en los bastidores de mis sueños, te amamos, te comprendemos y jamás te juzgaremos.

De repente, me he transformado en ese tipo de personas tristes, grises, envueltas en el velo de un luto que parece infinito. Ahora formo parte de esa comunidad que antes observaba con compasión y admiración porque me creía incapaz de llevar sus cruces. No obstante, desde que la vida ha colocado esa cruz sobre mi espalda, les admiro aún más. El mundo está dividido en dos hemisferios, el de las personas, y el de las personas que han perdido familiares de forma violenta, trágica e inesperada. Hace menos de un año este pensamiento era el hilo de una intuición, ahora, es una verdad irrebatible.

No podemos obligar a las personas a sentir lo que no sienten. De la misma forma, no podemos obligarlas a dejar de sentir lo que sienten. A veces, los consejos infundados también se lanzan al vacío sin saber por qué.

Te alegrará saber que he dejado de reaccionar impulsivamente ante la tontería y la insensibilidad, lo que me ha conducido a hacer una criba sanadora, necesaria e impostergable. No todo el mundo es para siempre. La agenda de contactos ahora es más liviana, minimalista, más auténtica, y yo, soy más observadora y menos reactiva. Se vive mejor así.

Definitivamente, el ignorante es el que juzga implacablemente desde una posición que no conoce, convencido de que la única verdad pertenece a su criterio. El ignorante es el que sienta cátedra desde la intoxicación de su arrogancia. El ignorante juzga desde la comodidad de su minúscula realidad y del ímpetu absurdo del adoctrinamiento.

No puedo dejar de contarte que durante toda mi vida, creí erróneamente que los rostros de las personas dormidas siempre reflejaban paz, esa conciliación con el subconsciente, esa avenencia en el verdadero descanso. Estaba equivocada. Muchas noches, nuestro hijo, después de llorarte con profundo desconsuelo y una resignación aplastante, se queda dormido con el rictus roto, el ceño fruncido y un semblante de dolor que me quiebra en mil pedazos. Le beso la frente, como a ti, él despierta y la vida continúa en el arduo aprendizaje de existir sin tí.

Marie-Claire

CEO de su empresa y de su vida. Apasionada de la lectura y la escritura.

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