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El amor para quien lo trabaja

Poca lucha conviene. Y sin embargo, literal o metafóricamente, usamos el verbo a diario; luchar para alcanzar una meta, luchar contra una enfermedad, luchar por un país. Es como si necesitásemos probarnos a nosotros mismos, y a los demás, que nadie nos regala nada, que merecemos lo que tenemos porque lo hemos peleado, porque nos lo hemos ganado.

Sin embargo, al amor, la más inefable de las disciplinas vitales, le pedimos todo lo contrario: «que sea fácil». Quizá lo hacemos de puro agotamiento. Claro, entre tanta batalla tiene que haber un lugar, al menos uno, donde caigan las máscaras, las defensas y la eficacia, donde sí nos sintamos dignos de agasajos, alegrías y ligerezas. Un lugar en el que abandonarnos al placer de la ternura, la confianza y la paz que no gobiernan el mundo de afuera.

A día de hoy, teóricamente, establecemos los vínculos románticos cada vez menos desde la necesidad; biológica, social o económica. El amor en pareja es un complemento, un lujo, un postre (¡Ya lo dijo Cher!). Sin embargo, ¿quién pone su empeño, su tiempo y sus ganas al servicio de algo que quiere pero que no necesita? Porque nos han dicho que esa es la ecuación. Amor es igual a querencia menos necesitad: A=Q-N.

Como siempre, la práctica fagocita a la teoría y llega un momento, mudanza, crianza de los hijos, enfermedad de uno de los miembros de la pareja, o sencillamente la vida, en el que uno implacablemente necesita al otro, en el que disfrutar de quererse no es suficiente, en el que las dudas, los miedos y las ganas de volver a lo liviano de la facilidad quieren tomar el timón de la historia. Atravesar la tormenta sin aguantar lo inaceptable, esa es la tarea. Sobreviven los que se escuchan, se ven y se respetan. Los que se divierten tanto navegando que prefieren entregarse al mar antes de dejar de hacerlo. Quizá lo más parecido a una pareja perfecta, si me permites el oxímoron, es un equipo que entrena para ser invencible en las Olimpiadas y a la vez sigue disfrutando de juntarse los domingos a jugar su buena pachanga y celebrar después con una caña bien fresquita incluso la victoria del otro.

El músico Jon Batiste, en el documental American Symphony, que protagoniza junto a su mujer, la escritora Suleika Jalouad, le propone como brindis de Año Nuevo «To family and freedom» (Por la familia y la libertad). Y me llama la atención esa combinación. Un maridaje poco frecuente pero afinado. El compromiso que implica la familia (y entiendo como fundación de familia cualquier vínculo sobre el que se construye un hogar, con o sin hijos, con o sin perro, con o sin jardín), lejos de apagar la singularidad de cada uno, debe alimentarla.

El término inglés single, además de hacer referencia a la soltería, se utiliza para hablar de la unicidad o de algo destacable. Y un pacto de pareja no debería anular lo reseñable, lo original, lo intrínsecamente perteneciente a cada individuo. El maridaje se crea precisamente para potenciar los sabores de los protagonistas, para que ninguno se pierda y ambos se catapulten hacia su mejor versión.

Todo el mundo sabe que cuando te preguntan si quieres postre no deseas que la propuesta sea yogur o fruta. Se pide postre con la expectativa de que, como mínimo, sea casero, que se haya elaborado con el tiempo que merece para ser llamado lujo innecesario. ¡Pleonasmo! Podemos vivir sin postre, pero no podemos permitirnos llamar así a cualquier cosa. Si no, mejor será pedirse un cortado y emprender rapidito el camino más corto a la siguiente obligación. Confiar en que siempre se encontrará la manera de comer cuando se tenga hambre y beber cuando se tenga sed, pero no olvidar, uno, que el postre es un privilegio, y dos, que no se tiene siempre lo que se quiere, ni siquiera lo que uno se gana; se tiene lo que se negocia. Con la vida, con la pareja y con uno mismo. Y el amor, como dijo Emiliano Zapata de la tierra, es para quien lo trabaja.

Cayetana Cabezas

Actriz gallega, escritora, arquitecta y mucho más.

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