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Cuento: El Embozo

Mi abuela Anita tenía tres hermosos jardines; uno al frente de la casa, otro al fondo
y el tercero más bello, bordado en los embozos de las sábanas.

En el verano de 1961 cumplí mis primeros cuatro años y ella me regaló una
regaderita de plástico. El mejor regalo, porque cuando caía el sol regábamos juntas.
Y cómo yo era curiosa preguntaba insistentemente como se llamaba cada planta del jardín. Rosales, jazmines, margaritas, lirios, gladiolos, azucenas, farolito chino, conejitos, y lo más adorable, las violetas.

Mi nona me dejaba arrastrarme por la tierra debajo de sus plantas porque sabía que
yo lo hacía con cuidado y no rompía ninguna. Le servía para saber dónde estaban
los hormigueros.

En las tardes de verano ella se sentaba en el porche a bordar guirnaldas de flores, y
yo sentada en el suelo, miraba como entraba y salía la aguja dando forma a los
pétalos. Cuando terminaba una, hacía el nudito y cortaba el hilo con los dientes.
Viendo eso, aprendí que todo tiene comienzo y final, pero no un final definitivo,
porque la veía volver a enhebrar la aguja con hilo verde y comenzar a bordar los
tallos.

El nono llegaba a las siete de la tarde. Bajaba de su camión, nos besaba en la frente
y pasaba directo al baño a ducharse. Entonces la nona dejaba su labor y entraba a
la cocina a prepararle un pebete de jamón y queso, y servirle un vaso de cerveza
bien fría.

Yo miraba el sándwich y pensaba que tenía la forma de una cama. El colchón abajo,
las sábanas en el medio y el acolchado arriba. Cuando veía al nono morder, me alegraba que no hubiera nadie dentro de la supuesta cama. El nono quizás pensaba
que yo lo miraba porque deseaba comer, entonces cortaba un trozo y me lo ofrecía.
La nona le decía que no me convidara, porque yo ya había merendado, y que dentro
de una hora íbamos a cenar.

Por suerte se lo decía, porque a mí no me gustaba masticar la cama, es decir, el
pebete, porque después de la medianoche envuelta en la sombra, yo era mascada y saboreada en mi cama por el hijo varón de mis abuelos. El joven hambriento consumía todo lo que le gustaba de mi cuerpo, y cuando se sentía satisfecho se iba.

Yo apoyaba mi cabeza en la almohada, me cubría el rostro con el embozo, y me
disponía a dormir cubierta por las flores.

Monica Ferrer

Psicopedagoga, Responsabilidad Social y Resiliencia. Escritora de cuentos sin publicar

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