El otro día le di un beso en la boca a la muerte.
Y al relamerme los labios, me supo a vida.
El otro día entendí que nos creemos eternos, cuando la única certeza de la humanidad compartida es que no hay un cuándo común, pero sí un final de partida.
No la queremos mirar a los ojos, porque esa mirada desafiante asusta, sacude y confronta.
Nos hace habitar nuestra vulnerabilidad y aceptar que el control es una quimera en la que nos acurrucamos para no afrontar que si faltamos, el mundo no se entera, no se altera.
Una insignificancia supina que tapamos con obligaciones, deberes y haberes que nos hacen sentir que llevamos las riendas.
Y así seguimos posando para la foto y no aceptando que si no vivimos de verdad, nada habrá valido ni los días ni las noches en vela.
La muerte nos besa constantemente para recordarnos que vendrá, pero mientras tanto, tenemos que honrar su ausencia, apagar el modo automático, y vivir hasta que merezca la pena.